Estación del ferrocarril en Cieza |
El otro día me dijo uno de mis lectores fieles que a ver si me iba de viaje a alguna parte este verano para que luego lo contara en mis artículos. Es por ello que ahí va el siguiente relato:
Una mañana de primeros de julio del año 1972, a las 6’45 h, junto con otros tres compañeros de la OJE, me encontraba a punto de coger el autobús para Murcia. En aquel tiempo no existía estación de autobuses y los “coches de línea” (entonces se les llamaba así) tenían su parada en diversos lugares del pueblo dependiendo de su itinerario. Los de Murcia, de la empresa Ríos y Pastor, primero salían de la puerta de Correos, cuyo localico estaba junto al Bar los Pepes (eran vehículos relativamente pequeños, tal es así que en el bajo de la casa del Nene de los Coches (A. Pastor), situada en la acera del Bullas, frente a la calle Padre Salmerón, encerraban tres autobuses de su flota. Más tarde, dicha empresa trasladaría su parada a la Carreterica de Posete, teniendo el local en la calle Pacheco, tras la tapia de la cárcel.
Aquella mañana de que les hablo, después de haber dejado nuestras mochilas en el maletero e intentar subir al autobús, constatamos que estaba hasta la bandera de rostros madrugadores que ya habían pillado asiento, algunos fumando como carreteros. Pero no hubo problema, pues la empresa tenía por norma no dejar a nadie en tierra , así que el chofer echó mano al maletero y comenzó a repartir banquetas. De forma que nosotros cuatro, y otras personas más, fuimos ocupando el único espacio que quedaba libre: el pasillo del centro; y todavía, cuando para el último ya no hubo sitio en el empaquetado humano de viajeros, el conductor le permitió sentarse a su vera, encima de aquella elevación que el autobús tenía junto a la carraca del freno de mano y la palanca de cambios, alta como garrota de pastor.
En Murcia se hallaba la parada cerca de la plaza del Escultor Roque López, enfrente de la cárcel. De allí nos fuimos andando hasta la delegación provincial de la OJE, que estaba donde Radio Juventud en la calle Isaac Peral, frente al actual aparcamiento Almudí, entonces un inmenso huerto (el de la Pólvora) en estado de abandono. De los bares salía el agradable aroma a café y pan tostado y en los kioscos ya estaba a la venta el diario Línea, que era el periódico del Movimiento (el partido único del pensamiento único de la España única); el pavimento lo habían rociado y una leve y refrescante humedad subía del asfalto, el cual tan solo unas horas más tarde se calentaría hasta pegarse en las suelas de los zapatos.
Nos sentamos en las escaleras a esperar que abrieran. Y nos recibió personalmente el delegado, M. Cascales; este era un hombre bien parecido que peinaba canas prematuras, llevaba una chaqueta cruzada de color azul marino con botones de plata y exhibía la cruz de Jerusalén con el león rampante en el lado del corazón. Entonces nos arengó con brevedad. Siempre que nos hablaba lo hacía en tono de buen consejo (a veces venía a Cieza, al Club del Guía, que estaba donde ahora la Biblioteca, y nos daba charlas con un don de gentes fuera de lo común).
Aquella mañana, tanto a los cuatro de Cieza: Pascual el Membri, Pascual el Cocoliso, Rafa el Pocachicha y un servidor, también quiso despedir el delegado a otros muchachos que partían hacia el mismo destino: el Campamento Nacional de Espeleología, en Ramales de la Victoria (Santander). Así que nos acompañó en su Seat 124 hasta la Estación del Carmen, donde adquirimos los billetes de 2ª clase (ida y vuelta) hasta la capital montañesa (1.200 pesetas). Y ya en el andén, Cascales nos deseó buen viaje y mejor estancia en el campamento, y nos recordó los valores humanos que por el simple hecho de pertenecer a la OJE debíamos tener presentes; lo hacía mirando a los ojos y dirigiéndose a cada uno por su nombre. Y ya antes de subir al tren le entregó al jefe de escuadra, A. Saura, un mocetón murciano de actitudes resolutas y dotes de mando que luego llegaría a ser un fotógrafo de fama, un banderín de la OJE bordado con hilo de oro por su madre, según dijo, para que en Ramales lo entregase al jefe de campamento y éste lo tuviera izado en representación de los murcianos.
El tren era de los llamados “rápidos” y circulaba a paso de burra. En el pasillo unos “paracas” bebían a morro de una botella de coñac Soberano y se burlaban de dos soldados de reemplazo que iban para Hellín. (La brigada paracaidista de tierra aún no tenía su asentamiento en Javalí Nuevo y ocupaba unas dependencias del Cuartel Jaime I, junto al regimiento Artillería 18, en la calle Cartagena). Aquellos fulanos llevaban tatuado en sus brazos “CLP”, “caballero legionario paracaidista”, y, despectivamente, les llamaban a los otros “pistolos”; de modo que, envalentonados por los vapores etílicos, coreaban una cancioncilla desafiante: “¿Qué es aquello que reluce/ en lo alto del Calvario?/ ¡Son los dientes de un pistolo/ de la ostia [de] un legionario!”
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