No hay dos pilares iguales y sin embargo es perfecto |
Les voy a comentar algo que estuve pensando el otro día, pues creo haber descubierto el secreto de por qué algunas obras realizadas por el hombre perduran con el paso de los siglos como si el tiempo a penas les afectara; pongamos por caso el Acueducto de Segovia, que está ahí en pie desde la época de Trajano. (Trajano fue emperador de Roma entre finales del siglo I y principios del siglo II, no se lo pierdan).
Pues resulta que el otro día estaba yo sentado donde “Cándido” (¿se acuerdan de cuando iba este al “Un, dos, tres” y partía el cochinillo asado con un plato, “¡chas, chas, chas!”, delante de Mayra Gómez Kemp?), cuyo famoso mesón-restaurante está junto al acueducto, casi debajo (bueno, de sus continuadores, pues el tal Cándido cría malvas desde hace más de veinte años), por el cual al parecer ha pasado la plana mayor de los famosos, supongo que para comer el tradicional cochinillo; cosa que a mí no me llama la atención, y menos cuando te ponen en la mesa el gorrinico entero, despatarraíco en una bandeja, y uno lo ve tan pequeñico cual una criatura inocente, arrancada de las ubres de su madre... A mí, lo que sí me gustaron fueron los “judiones de la Granja”, esa especie de alubias tan grandes casi como un michirón, que por allí las hacen riquísimas.
Así que, mientras daba buena cuenta del postre, no paraba de contemplar la majestuosidad del acueducto romano. Ya me había recorrido dos veces sus ochocientos y pico metros de largo para fotografiarlo de todos los ángulos, por la mañana y por la tarde (sepan que hay una gran diferencia entre la luz mañanera y la luz vespertina, y las fotos no salen igual dependiendo de cuándo se tomen; aunque la peor luz es la del centro del día; a esa hora, mejor guardar la cámara). He de decirles al respecto, que en Segovia hay japoneses por un tubo y se les ve en grupos por la calle e invadiendo los monumentos, con unos pedazos de cámaras que parecen bazokas, disparando a todo lo que se menea; es lo que más se oye, el “¡clik-chss!” de las réflex que llevan (tantos turistas nipones visitan la ciudad, que muchos de los carteles están puestos en español, en inglés y en japonés).
Pero les decía que yo, sentado en la Plaza del Azoguejo, estaba embobado con esa maravillosa obra de piedra que nos legaron los romanos, y que luego quisieron cargársela los moros siglos después; menos mal que los Reyes Católicos mandaron repararla y dejarla como nueva, y hasta casi nuestros días el acueducto ha estado funcionando y dando servicio según el fin para el que fue construido: conducir el agua hasta la ciudad vieja de Segovia, que se encuentra en alto y amurallada, a mil metros de altitud sobre el nivel del mar en Alicante.
Los romanos no conocían el cero ni los vasos comunicantes. Lo primero sería una de las causas de la caída del imperio (es una hipótesis particular que un día demostraré), y por lo segundo construían fabulosos acueductos para llevar el agua a las ciudades, como este de que les hablo. De modo que observando de cerca la magnífica obra, caí en la cuenta de su perfección: ¡la construcción es imperfecta!, como el universo.
Si nos fijamos, el cosmos es un caos aparente, producto de una gran explosión sideral: el Big-Bam, sin embargo funciona mejor que un reloj suizo. El Sistema Solar parece no estar hecho con unas reglas, con unos planos, con unas fórmulas. El Sistema Solar, da la impresión de que Dios, en el día de la Creación, le dio una “patá” y lo echo a rodar, ¡hala!, cada planeta por un lado; bien es verdad que luego vino Képler y formuló sus tres leyes, tan ciertas como el sol que alumbra. Pero en apariencia, el sistema se muestra imperfecto (Aristóteles, que creía saberlo todo, cuando no podía explicarse las órbitas de los planetas, afirmaba que estos se movían empujados por ángeles; ¡muy listo el griego!)
Bien, pues en el Acueducto de Segovia parece no haber existido un proyecto metódico para su construcción, no rige una simetría axial en la colocación de los sillares, no se aprecia un orden en el trabado de estos, no se ve uniformidad en las dimensiones de las piedras. Uno puede pensar que los maestros canteros cortaban bloques de granito de distintas medidas sin ton ni son, y los maestros de obra los acoplaban según venían y eran izados sobre el andamiaje; con gran pericia, eso sí, ajustados al milímetro, sin cemento ni cualquier otra argamasa: ¡piedra sobre piedra!, una encima de otra, hasta lograr la altura perfecta para la colocación del canal y para soportar la enorme presión de los arcos (se sostienen unos con otros, como un castillo de naipes). Entonces, el agua traída desde muchos kilómetros, superaba la depresión del terreno y entraba por su pie a la ciudad histórica.
©Joaquín Gómez Carrillo
(Publicado el 05/09/2015 en el semanario de papel "EL MIRADOR DE CIEZA")
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