Cuando la Luna "tira del centro" de los océanos, el mar descubre sus orillas |
Fue en agosto de 2011 cuando hicimos nuestro último viaje a Catabria. El motivo principal era visitar la Cueva del Soplao. Después ya no hubo otra oportunidad para ella, pues luego todo fueron pruebas médicas, desplazamientos a hospitales, malos diagnósticos e ir asumiendo la fatalidad de la vida. Pero en aquel viaje aún gozábamos del beneficio de la ignorancia y, a pesar de unas molestias supuestamente estomacales, aún podíamos pensar que teníamos años por delante, y que lo otro sería algo pasajero, algo que no nos iba a destruir en diez meses todos los proyectos y todas las ilusiones que teníamos en común y, en última instancia, la conformidad de envejecer juntos.
Cantabria era un destino favorito donde habíamos estado varias veces. A mí me produce siempre una gran emoción el paso de la Cordillera. (Antes había que cruzar el Puerto del Escudo y descender por el Valle del Pas, o bien rodear un poco y echarse por Aguilar de Campó, el pueblo de las galletas, pero ahora ya hay una magnífica autovía de Palencia a Torrelavega, y por esa viajamos hace cuatro años). Como siempre, uno tiene la exultante sensación de que hay dos Españas. A un lado, la meseta castellana, con un sol estival que se clava como puñales, y al otro, el paisaje acogedor de la cornisa cantábrica, donde un “techo” de nubes suaviza las temperaturas y acentúa el verdor de la hierba. Ella conducía el Peugeot con soltura y, al pasar por el viaducto “Cieza”, miramos alborozados a la izquierda para contemplar al fondo del valle el pueblo homónimo de nuestra ciudad. (La última vez que condujo el coche fue unas semanas después, todavía sin un diagnóstico firme; entonces, faltando poco para llegar a Valencia, se detuvo y dijo “ya no puedo más”).
Cuatro días estuvimos en Cantabria sin ver el sol y una temperatura “dulce” nos acompañaba a todos los lugares: Torrelavega, Puente San Miguel, Santillana del Mar, Comillas, Suances, San Vicente de la Barquera... Por aquellos días la Luna hacía que se “encogiera” el mar de las orillas por la mañana y las playas ganasen amplitud. La gravedad lunar “tira” del centro de los océanos para arriba y hace que las aguas de las costas “huyan” para adentro (imagínense una sábana extendida; si la cogemos de su parte central y tiramos de ella para arriba, destapamos por los extremos; eso es lo que ocurre con las mareas). Cuando fuimos a ver la Cueva del Soplao, nos llamó la atención al pasar la Ría de Tina Menor el que las barcas estuviesen varadas sobre la pradera submarina. (Ahora miro las fotos que recuerdan esos detalles, y que reflejan también el esfuerzo de ella por mantener el ritmo emocional de la vida).
Una vez dejada la autovía Santander-Oviedo, la carreterilla era curvosa y serpenteaba por un valle profundo, donde arriba se veían las cumbres envueltas en la niebla. Todo tenía una belleza exuberante: los prados, las colinas, las vaquerías, las “casucas” montañesas, piedra y madera, tradición de arquitectura, en cuyos balcones colgaban de un hilo las “bolas” de claveles del aire, unas plantas que se las apañan sin contacto alguno con la tierra. (Yo me traje una bolita de aquellas; se la compré a un sordomudo que las exhibía a la orilla de la carretera. Pero no soportó este aire seco del que no podía obtener vida; como la atmósfera de los hospitales, que tendríamos que soportar tantas veces hasta el final: masificación de salas de espera, citas sin hora fija, angustias de la quimio y agujas hipodérmicas metiendo el oxiplatino al corazón...)
Cuando dejamos el valle, la carretera sinuosa escaló medio kilómetro de altitud hasta la “estación turística” del Soplao. Llegamos temprano, antes que los numerosos autobuses, y estuvimos admirando el paisaje. Con suerte y sin el velo de la niebla, se podía divisar desde allí el Naranjo de Bulnes. Luego entramos a la cueva y, ¡oh maravilla!, aunque de sus casi 20 kilómetros de galerías solo se visitan 4, esta posee un inmenso tesoro geológico imposible de describir. Quedamos fascinados viendo sus techos plagados de estalactitas excéntricas, brillantes como el cristal de roca, o la enorme Galería de los Fantasmas, en donde unas estalagmitas blancas, de formas enigmáticas, surgían del suelo cual almas varadas en el tiempo milenario de la piedra. La vida fluía y todo parecía eterno.
Luego, en la lucha final de las batallas perdidas, médicos confusos ante metástasis para las que no hay dios que halle solución, nos encerrarían un día con mascarillas durante horas en otra sala hospitalaria, fantasmal, hasta que bajaran a “rescatarnos” de aquel submundo tres oncólogas, cual tres ángeles de Cielo.
©Joaquín Gómez Carrillo
(Publicado el 29/08/2015 en el semanario de papel "EL MIRADOR DE CIEZA")
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