Monumento a los mineros (El Soplao) |
“La Isidra” es el nombre que lleva una galería de la antigua mina de “El Soplao”, en Cantabria. Sólo con verla da grima, se lo aseguro. El pensar cómo trabajaban aquellos pobres mineros allá a finales del siglo XIX..., en un ambiente frío, húmedo y cargado de partículas tóxicas para sus pulmones...; metidos todo el día en aquella estrecha ratonera, con techos tan bajos que les obligaban a caminar encorvados, picando y empujando unas destartaladas vagonetas...
Dicen que aquellos hombres perforaron la montaña buscando mineral de cinc, pero dieron con otra riqueza mucho mayor sin saberlo. Ellos jamás pudieron comprender el gran valor de su hallazgo, pues en aquel tiempo, como muchas otras cosas que hoy en día disfrutamos y de las que entonces se ignoraba su existencia, una palabra de nuestro idioma no tenía el significado universal que nosotros le damos ahora: la palabra “turismo”.
Yo les recomiendo a ustedes que, si pueden y les gusta contemplar las maravillas de la naturaleza, vayan a ver la Cueva del Soplao, pues no sólo la gruta natural en sí misma es alucinante, sino que el viaje y el entorno constituyen al mismo tiempo una emoción el vivirlos.
Les cuento por gusto mi experiencia: Aquella mañana de agosto partimos Mari y yo desde Santillana del Mar. Era temprano y un dulce y fino chirimiri se percibía en el parabrisas del coche. Las vacas, tranquilas, pacíficas, se veían en los prados verdes como si llevaran siglos ahí detenidas. En Puente San Miguel tomamos la autovía de Oviedo, con poco tráfico. Desplazarse por esa ruta es una delicia, pues discurre a través de un paisaje de extraordinaria belleza: suaves colinas cuajadas de prados, retazos de bosques de hayas, vaquerías donde acumulan heno para el invierno, espléndidas “casucas” de piedra y madera al estilo cántabro, o rías mansas que se ensanchan e inundan las tierras bajas con la pleamar.
A la altura de Pesués abandonamos la autovía, y, una vez cruzada la ría de Tina Menor, por cuya desembocadura entre acantilados se vislumbra el Mar Cantábrico, paramos un ratico para disfrutar de las preciosas vistas y tomar unas fotos (bandadas de aves acuáticas buscaban su pitanza entre numerosas barcas de colores varadas por la bajamar). Después continuamos ya la carretera que, serpenteando por un precioso valle, asciende el curso del río Nansa en dirección a la Cordillera. Atrás íbamos dejando granjas, huertos, y casas solariegas con ventanas y balcones atestados de geranios y hortensias. Mientras que las montañas, a trechos veladas por la niebla, se hacían cada vez más elevadas; aunque siempre, eso sí, con el verdor intenso de la hierba en sus laderas y la geometría irregular de la división de los prados.
Llegados a Rábago, una minúscula villa, cuya iglesia y cementerio forman una misma cosa, cogímos la empinada carreterica que sube definitivamente a El Soplao. El coche iba en segunda. Ascendíamos monte arriba, curva a curva, dejando a nuestros pies la hermosura del valle engrandecido. Cuando llegamos al lugar no había más de una docena de coches que nos habían tomado la delantera; luego seguirían llegando muchos más, y autobuses repletos de turistas. La zona, transitada libremente por las vacas durante la noche, posee sin embargo la paz absoluta de las montañas, y, cuando la niebla lo permite, allá al fondo se columbran, majestuosos, los Picos de Europa.
Tuvimos que esperar a que abrieran las instalaciones: la cafetería-restaurante, la tienda y demás servicios. Mientras tanto estuvimos haciendo fotografías del envidiable paisaje. Luego nos tocó ya visitar la gruta y marchamos hacia el andén (cada cuarto de hora accede un grupo de 47 personas, cuyas entradas hay que sacar con varios días de antelación). Allí un trencillo minero introduce a los grupos al interior; luego éstos recorren a pie la parte acondicionada de la cueva. (No daré detalles de la impresionante visita para no desvelarles a ustedes ningún misterio, si es que se deciden a ir. Sólo les diré que hace frío allí adentro, llévense abrigo.
Y les diré que a aquellos pobres mineros de hace más de un siglo, lo que menos les importaba era el tesoro geológico de la caverna con la que dieron por casualidad en el corazón de la montaña: ellos buscaban la veta del mineral y encontraron aquella inmensa oquedad; hasta cinco galerías llegarían a excavar a distintos niveles para “esquivar” aquel gigantesco “obstáculo”, mas sin querer “pinchaban” por diferentes partes la enorme cueva interior. Y cada vez que lo hacían, las corrientes de aire que de forma natural se establecen en las cavidades subterráneas, soplaban con fuerza a través de las estrechas galerías abiertas a pico: “El Soplao”, llamaban ellos a ese fenómeno: “¡Qué mala suerte!” –dirían aquellos pobres mineros–, “¡otra vez hemos dao con el Soplao!”
Luego, a lo mejor un tanto aburridos por aquella contrariedad, la empresa abandonó por fin la mina. Así que durante varias décadas, el sistema formado por las angostas galerías y la caverna interior, ha estado en el olvido y el abandono. Pero desde hace tan sólo unos años, otra empresa se está enriqueciendo con el tesoro de El Soplao, el que descubrieron sin saber aquellos hombres que picaban penosamente en “La Isidra”.
©Joaquín Gómez Carrillo
(Publicado el 24/09/2011 en el semanario de papel "El Mirador de Cieza")
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(Ver artículos anteriores de "El Pico de la Atalaya")
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