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Vértice geodésico en la Sierra de la Palera |
Qué les iba a decir, el otro día estuve en la Sierra de la Palera. ¿Se acuerdan del incendio forestal de este verano pasado, del que veíamos el humo y el pavoroso resplandor de las llamas por la noche desde Cieza? Pues allí, donde este monte, mitad ciezano y mitad calasparreño, muestra las desoladas cicatrices del fuego, hasta allí subimos unos cuantos amigos que nos gusta disfrutar de la paz de la montaña, que a donde vamos no dejamos jamás nada y que a lo sumo nos llevamos fotos.
Bien, pues como les decía, comenzamos la ascensión desde el borde mismo de los bancales de cultivo del paraje Los Losares, más arriba de la Central de Almadenes, donde sólo los almendros y los olivos pueden medrar en terreno tan desamparado (hoy en día hay muchas casas por allí, pero ya no están habitadas por campesinos que tengan que arrancar el sustento de la tierra como antes, sino que estas pertenecen a gentes de la ciudad que se desplazan solo los fines de semana o en vacaciones, arrastrando con ellas su modo de vida urbanita).
Al principio subíamos zigzagueando por extensos losados calizos, colonizados aquí y allá por el romero, el tomillo y la ajedrea, y por viejas sabinas de Dios sabe los años de edad. Íbamos siguiendo la trocha de un antiguo carril, de los que utilizaban los carros que iban al monte a cargar esparto hace más de cincuenta o sesenta años. El paisaje es de una gran nobleza y a la salida del sol invernal se veían desnudos los campos del otro lado del río, hasta la Sierra de la Cabeza, la Sierra Larga o el Picarcho; más cerca, en cambio, divisamos la espalda enhiesta y boscosa del Almorchón, y lejos, arrebujada en el manto de novia de la neblina mañanera, columbramos con alborozo el Pico de la Atalaya.
A medida que avanzábamos por las rampas pétreas de aquellos lomazos, cuyo subsuelo (por mi experiencia como espeleólogo en mi juventud), intuí plagado de simas y galerías subterráneas cual un queso de gruyere, las trazas del carril, casi borrado ya por el desuso, se iban acercando a las ruinas de la vieja casa del guarda del coto (sabrán ustedes que, desde antiguo, algunos señoritos de Cieza poseían el derecho de usufructo de grandes extensiones de terreno agreste con: hacían negocio con el esparto, la madera, el carbón, la caza, los pastos..., incluso los caracoles eran propiedad de los señoritos).
Arriba, en la casa del Coto de Los Losares, ya todo se ha venido abajo: la gran chimenea, donde otrora se arrimaran al fuego los esparteros con sus manos ateridas por los fríos; las tarimas a ambos lados del hogar, sobre las que dejaran descansar sus huesos molidos aquellos braceros del hambre (me acordé de mi amigo Paco el Libra, cuya mejor escuela que tuvo de niño huérfano y de adolescente, según me contaba el pobre sentado en un banco de piedra de la Plaza Mayor, no fue sino la de arrancar esparto en Los Losares); la cantarera de obra, donde hoy anidan las caverneras; la cuadra, con sus pesebres y las estacas de madera donde ataban las bestias y colgaban los arreos; y los múltiples signos y rayas de lápiz por las paredes de yeso, que dan fe de la actividad de pesar con la romana las arrobas de esparto.
Pantano de Alfonso XIII |
Dejando atrás la desolación de lo que en otro tiempo fue hogar familiar con varias hijas, continuamos a través de un espeso atochar, cuyo esparto, valiosa materia prima en una época pretérita de la industria ciezana, tan codiciado entonces que era digno de ser robado en el monte por la noche, desafiando a los guardas, lleva ahora años o lustros sin recolectar.
Luego, rondando ya el alto de Los Losares, entramos en tierra quemada. ¡Qué pena! ¿Cómo puede haber personas capaces de hacer tanto daño a la naturaleza? Vimos los restos carbonizados de los viejos lentiscos, de los enebros añosos, utilizados antiguamente para obtener miera; de las sabinas, quién sabe si centenarias, que ya no brotarán jamás; y de los pinos, como negros fantasmas que elevan sus muñones arruinados al viento.
Sin embargo, nos sirvió de consuelo el dar vista a la enorme quebrada del río Quipar, con el Pantano de Alfonso XIII, cuya presa de sillería se encaja entre las sierras del Molino y la Palera. Allí, en el silencio espeso del monte, se podían oír, si dejábamos de respirar unos segundos, los ánades y demás aves acuáticas que pueblan la vegetación de sus islas o los carrizales de las colas del embalse, donde desemboca el Ramel de las Contiendas, procedente de los llanos de Cajitán. Por un momento me quise imaginar el día en que el Monarca, allá a principios de los veinte, inauguró dicha construcción (si no recuerdo mal, su presupuesto apenas sobrepasó los dos millones de pesetas; ¡pásmense ustedes!).
Pero aún seguimos adelante, cresteando ya los riscos de la Sierra de la Palera hasta su vértice geodésico, desde el cual disfrutamos la espectacular visión de casi todo el término municipal de Cieza. ¡Hasta la Sierra de Espuña, con su brillo de nieve en la cima, pudimos columbrar a lo lejos!
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©Joaquín Gómez Carrillo
(Artículo publicado en el semanario de papel "El Mirador de Cieza")
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