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La Fonteta |
El pueblecito, bajo la protección de la mole majestuosa del Puig Campana, se halla encaramado en un monte con espléndidas vistas, ya a las sierras del interior, como la de Aitana, ya a la jungla de rascacielos de apartamentos que constituye el área de Benidorm en la línea costera del Mediterráneo. Sus calles, estrechas y tortuosas al estilo de las medinas morunas, y empedradas con buen gusto, se ven perfectamente limpias. Sin dudarlo, el viajero puede calificarlo como un pueblo bonito.
Nada más adentrarnos por la Calle Fonteta hacemos un amigo: Álvaro, a quien le pregunto si conoce a José Cantó, que emigró a Francia hace muchos años. Dice que sí, que en el pueblo todos se acuerdan de él (“¡hombre, Pepito Cantó!”, responde entusiasmado), y me señala incluso la casa donde vivían los Cantó, cercana a una fuentecilla de piedra, cuya cabeza de león en bajorrelieve tiene un grifo de agua en la boca. “Esa es la Fonteta”, me explica Álvaro, señalando la fuente de agua potable, sobre la cual reza: “AÑO 1914”. Yo le digo que José Cantó, allá en Francia, ya no vive en Cahors como cuando le visitamos nosotros a finales de 1980 (¡qué jóvenes éramos entonces!), sino que desde hace tiempo habita en un pueblecito cercano a Toulouse que se llama Castelmaurou. Luego se deja fotografiar conmigo y se despide encargándome, con su amable deje alicantino, que le diga a Cantó que he hablado en Finestrat con el “sobrino de la Tía María”.
La Ermita |
Bajando por callejoncitos con escaleras de piedra, cuyas casas de toda la vida, renovadas y reparadas, ofrecen su mejor cara al visitante, hemos llegado a la placita, donde la fachada del ala modernista del ayuntamiento da la hora con un reloj de pared descomunal. Y, por un callejoncito que a penas separa en un par de metros la iglesia de la casa consistorial, abocamos a la que podría ser la plaza del pueblo, pero que en realidad se llama Plaza de la Torre. En ésta contemplamos, a la izquierda, la otra fachada clásica del ayuntamiento y, a la derecha, la de la iglesia de San Bartolomé (Bertolomeu, en valenciano).
Más tarde, como nos había dicho el paisano Álvaro que la gente de allí celebraba San Blas algo más arriba, en la Fuente del Molino (la oficina de información municipal estaba cerrada a cal y canto), hemos subido con el coche, cosa de un kilómetro y pico, por una carreterilla curvosa en dirección al Puig Campana. Entonces, cercano a una hermosa fuente de agua potable de la que manan múltiples caños, vemos que han puesto una pequeña tasca donde despachan cañas y aperitivos, mientras que unos muchachos aficionados, con cuatro pitos y un tambor, amenizan la fiesta a base de música de charanga. ¡Sabor de pueblo, pueblo!
El Puig Campana al fondo. |
De regreso a Finestrat, buscamos donde comer y nos metemos con suerte en un pequeño restaurante con encanto llamado “Al Fresco”. Lo dirige, atendiendo a los clientes con mimo, una chica joven rusa de San Petersburgo (“yo aquí, en verano, me muero de calor”, nos confiesa luego la muchacha, acostumbrada a los veinte bajo cero de la antigua ciudad de invierno de los zares). En la cocina, pulcra y con una cristalera, a través de la cual se pueden ver las faenas culinarias, un cocinero escocés, gordo y algo barrigón, al que se le nota que hace su trabajo con gusto, prepara unos deliciosos platos. Luego, casi a los postres, suele salir a la salita del comedor y preguntar a los comensales, con ese acento de los viejos fabricantes de güisqui de los verdes prados, “¿Bieeen?”. “¡Bien!”, le contestamos nosotros, y el pone entonces una cara de enorme satisfacción y se vuelve a su cocina.
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