Rincón de la calle Hontana, Cieza |
Sin embargo, lo que más se conoce en nuestros días de aquel hombre sabio, el cual no dejó nada escrito y lo poco que sabemos de él es por las citas de un tocayo suyo: Diógenes de Laercio, es aquella famosa frase de «cuanto más conozco a los hombres, más quiero a mi perro». Sentencia que en la actualidad, no me negarán ustedes, tiene más valor que nunca; y si no, echen un vistazo alrededor suyo. Es por eso que lo que resta de este artículo lo pienso dedicar, no a hablarles de mi perro, que no tengo, pero sí a contarles algo sobre estos «amigos del hombre». En concreto, les diré algo sobre uno que gocé en mi infancia.
Entre los recuerdos más felices de mi niñez, se encuentran aquéllos en que jugaba con un perrico ratero que tenía mi abuelo Joaquín del Madroñal. Él lo había criado con leche de la cabra desde que solo era una bolita de vida (al parecer, un hombre que iba a tirar la camada de animalillos al escorredor de la acequia antes de que abrieran los ojos, le dijo: «Joaquín, ¿quieres un perro?», y se lo dio). De nombre le puso «Boy», aunque mi abuelo, estoy seguro de ello, jamás llegaría a comprender el significado inglés de aquella palabra, y a lo mejor le sonaba de la jerga del Tarzán de la época, de Johnny Weissmüller, cuyas películas en blanco y negro echaban en el cine Galindo.
Boy era un animalillo entrañable. Mi abuelo, con mucha paciencia, le había enseñado unas cuantas cosas en el esperanto común de los hombres y los perros, que yo, un zagalucho que no levantaba entonces ni cuatro palmos del suelo, aprovechaba para sacar de él el máximo partido en el juego. Si le decía «¡salta!», Boy se convertía en un resorte o en una pelota de goma que botaba como si tuviera muelles en las patas; si le decía «¡busca!», hallaba todo lo que le lanzara, aunque fuera debajo del agua; y si le decía «¡escarba!», minaba la tierra en el bancal hasta hundirse como un topo, quedando sólo a la vista su rabito, cortado a lo muñón, moviéndose de contento. Sólo había una orden que aplacaba en él aquella energía inagotable que parecía tener: «¡quieto!», le decía mi abuelo, colocándole sobre la cabecita negra y blanca su mano pacífica, y entonces el perrico, mirándole con ojillos mansos, se echaba en el suelo junto a él demostrándole un cariño genético y una lealtad ilimitada.
Pero verán lo que ocurrió. Por entonces aún no se había abierto del todo la calle Reyes Católicos y junto a la taberna del Bullas solo existía un paso estrecho por el que apenas cabía una burra. Cuando mi abuelo regresaba todos los días del Fatego, de cultivar la tierra, llevaba a cuestas un capacico de pleita con algunas hortalizas y tras él, como si fuera su sombra, caminaba Boy a la pata coja (una característica de los perricos rateros). El hombre, en su recorrido diario, pasaba frente a la fragua de Los Pajeros, subía la cuesta de Los Aperadores, doblaba por la tapia de Las Monjas, enfilaba el Callejón de los Tiznaos y atravesaba el pasadizo del Bullas. Luego, por «ca Mariano del horno», cruzaba la Gran Vía hasta llegar a su casica en Calderón de la Barca.
Las calles del pueblo por el tiempo de que les hablo (a primeros de los sesenta sería), salvo las del casco antiguo, que les echaron pavimento después de la Guerra, eran todas de tierra y por el suelo solía haber restos de estiércol de las caballerías y cagarrutas de las cabras.
Aquel día, al parecer, el animalillo se había quedado atrás olisqueando cualquier cosucha y mi abuelo, sin darse cuenta de ello, pasó la Gran Vía cargado con un capacico de alfalfa para los conejos. (Cuando eso no existían todavía semáforos ni pasos de peatones, y había que llevar mucho cuidado al cruzar, ya que el tráfico de camiones por la carretera general Madrid-Cartagena era cada vez más intenso.)
Pero el demonio pasó sobre ruedas y en un instante llegó a ocurrir todo. Unas mujeres que hacían lía en la puerta de su casa gritaron de súbito; aunque el camión cisterna, que iba a por gas a Escombreras, prosiguió veloz hasta torcer por la curva de la Tejera de los Sánchez y enfilar la salida del pueblo por la Plaza de toros. Mi abuelo entonces recogió a su Boy del asfalto ensangrentado, lo puso sobre la alfalfa tierna y cargó con él hasta su casa. Más tarde lo llevaría hasta un olivar que había junto a los Salesianos, cavaría un hoyo en el suelo y, persignándose, le daría sepultura con la misma tristeza que si estuviese enterrando un trozo vivo de su corazón.
©Joaquín Gómez Carrillo
(Artículo publicado en el semanario de papel "El Mirador de Cieza")
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