INTRODUCCIÓN

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JOAQUÍN GÓMEZ CARRILLO, escritor de Cieza (Murcia), España. Es el autor del libro «Relatos Vulgares» (2004), así como de la novela «En un lugar de la memoria» (2006). Publica cuentos, poesías y relatos, en revistas literarias, como «La Sierpe y el Laúd», «Tras-Cieza», «La Puente», «La Cortesía», «El Ciezano Ausente», «San Bartolomé» o «El Anda». Es también coautor en los libros «El hilo invisible» (2012) y «El Melocotón en la Historia de Cieza» (2015). Participa como articulista en el periódico local semanal «El Mirador de Cieza» con el título genérico: «El Pico de la Atalaya». Publica en internet el «Palabrario ciezano y del esparto» (2010).

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9/5/07

El Huerto

Portada de La Puente, nº 5, donde publica su relato "El Huerto".
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Si alguna vez existió el Edén en la Tierra –llegaría a pensar bastantes años después el Lazarico a la luz de los recuerdos puros de la infancia–, habría de tener cierto parecido con el huerto que cuidaba entonces su abuelo bajo el terraplén de la Muralla Vieja, desde lo alto de la cual algunos chitos ociosos se divertían a veces lanzando chinas y burlas.

Aquella pequeña huerta, propiedad de una señorita que vivía en Madrid –no más de dos tahúllas de tierra, ocupando un fértil triángulo entre el río y la Acequia Larga, la cual, llena de inmundicias, rodeaba los barrios pobres del pueblo–, tenía su entrada por una verja de alambres enrobinados, cuya puerta metálica, al abrirse y cerrarse, chirriaba como un animal herido. Luego, una vez dentro, curveando por un senderillo estrecho, flanqueado de celindas, árboles frutales, naranjos mandarinos y lirios blancos y morados, se llegaba hasta una barraca de cañas, con la cubierta a dos aguas hecha de mantos de centeno, donde el abuelo guardaba las herramientas y cachivaches para el cultivo de la tierra.

A él casi siempre le gustaba ir al huerto con la burra Mora, negra como su nombre. Entonces la aparejaba hablándole en la cuadrica, donde también tenía sueltos los conejos y las gallinas. Le ponía sobre el lomo el ropón y la albarda, sujetos con la cincha, y luego, por el pasillo de cemento, lleno de círculos grabados en su día con la boca de un bote, que iba desde la puerta del corral hasta la de la calle, la sacaba despacio y cogida del ramal a través de la casa. Después, mientras le echaba encima el serón de pleita recia y metía dentro de éste algunos apichusques para la faena, la ataba en la anilla de hierro que había en la fachada de su casica techera de la calle Calderón de la Barca, morada de los abuelos hasta el fin de sus días. Otras veces el hombre, por librarla quizá de la tortura de los tábanos, la dejaba atada junto al pesebre con un garbillo de paja o un brazado de forraje para que estuviera rosigando, y, con su capaza frutera de palmito a la espalda, donde ponía algo de avío en una servilleta anudada por las cuatro esquinas, el abuelo se marchaba al huerto en compañía únicamente del Boy, su fiel perrico ratero, que corría como un demonio tras él a la pata coja.

Pero algunos días al abuelo se le ocurría llevarse con él al Lazarico.

–Nene, vente conmigo –le decía; y para engañufarlo–: ¡anda, que te via comprar un cucurucho de garbanzos torraos de ca la Chacha Isabel! (su hermana, que la pobre era analfabeta y tenía una tienda de ultramarinos en la calle Buen Suceso, y anotaba el fiado de la parroquia en pliegos de papel de estraza, haciendo redondeles para los duros y palotes para las pesetas).

Entonces la abuela, un tanto nerviosa, le pedía que llevase cuidado al pasar la Gran Vía, que era la carretera general de Madrid a Cartagena que cruzaba entonces el pueblo por mitad de los barrios del ensanche, y a través de la cual circulaba toda clase de vehículos a gran velocidad.

–No t’encargo más que tengas muncho cudiaico con el crío –decía ella preocupada desde el quicio de la puerta–. Y procura que no s’arrime a la cieca. ¿M’has oído bien? –le advertía finalmente elevando un poco la voz, pues a él, con la edad, se le iba endureciendo el oído.

La abuela no solía ir al huerto a menudo, salvo para cortar las varicas de San José, coger violetas o echar luego una mano en la recolecta de la fruta, pues nadie se daba tanta maña como ella en lo de forrar los envases con papel de seda, apañar las caras o hacer los colmos en los columpios o banastos que mandaban a Madrid, que los sabía rematar en forma de pirámide, acabados con una sola pieza.

La abuela, no obstante, conforme le apretaban los años podía andar menos la pobre, pues los dedos de los pies se le habían engurruñado del tanto caminar en su vida, siempre mal calzada, de día y de noche por senderos y caminos; de andar llevando a la cabeza durante kilómetros las arrobas de lías para entregarlas en la fábrica del Precioso, o en la del Gallego, o en la de Zafra, o en la del Nene Guirao; de regresar a casa después con los haces de esparto picado a las costillas; o de tener que desplazarse hasta los pueblos limítrofes durante los tiempos duros del estraperlo, cuando el dinero llegó a no tener ningún valor y hubo que echar mano del trueque, como en la génesis del comercio. (No servía ningún dinero: ni el republicano ni el nacionalista, ni el de Negrín ni el de Franco, y aunque la gente sacaba las viejas monedas de plata de los últimos reinados, como los “Amadeos”, que entraban cuarenta piezas en un kilo, sólo se igualaba con el valor del oro cualquier cosa que sirviera para comer, pues los artesanos, los jornaleros y los braceros en general necesitaban aplacar sus estómagos antes que remediar sus carteras).

La abuela, por tanto, en los años desgraciados de la posguerra, durante los cuales algunos desaprensivos amasaron fortunas con el mercado negro de los alimentos básicos, cargada con pastillas de jabón, que ella misma hacía aprovechando las heces de la almazara y los posos arranciados de las zafras, viajaba de matute a otros lugares para conseguir un puñado de arroz, harina, garbanzos, lentejas u otros alimentos con los que defender a sus hijos del cerco del hambre.


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(Continúa)
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Cuentos del Rincón

Cuentos del Rincón es un proyecto de libro de cuentecillos en el cual he rescatado narraciones antiguas que provenían de la viva voz de la gente, y que estaban en riesgo de desaparición. Éstas corresponden a aquel tiempo en que por las noches, en las casas junto al fuego, cuando aún no existía la distracción de la radio ni el entoncemiento de la televisión, había que llenar las horas con historietas y chascarrillos, muchos con un fin didáctico y moralizante, pero todos quizá para evadirse de la cruda realidad.
Les anticipo aquí ocho de estos humildes "Cuentos del Rincón", que yo he fijado con la palabra escrita y puesto nombres a sus personajes, pero cuyo espíritu pertenece sólo al viento de la cultura:
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* Tres mil reales tengo en un cañar
* Zuro o maúro
* El testamento de Morinio Artéllez
* El hermano rico y el hermano pobre
* El labrador y el tejero
* La vaca del cura Chiquito
* La madre de los costales
* El grajo viejo
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Frases para la reflexión:

"SE CREYÓ LIBRE COMO UN PÁJARO, Y LUEGO SE SINTIÓ ALICAÍDO PORQUE NO PODÍA VOLAR"

"SE LAMÍA TANTO SUS PROPIAS HERIDAS, QUE SE LAS AGRANDABA"

"SI ALGUIEN ES CAPAZ DE MORIR POR UN IDEAL, POSIBLEMENTE SEA CAPAZ DE MATAR POR ÉL"

"SONRÍE SIEMPRE, PUES NUNCA SABES EN QUÉ MOMENTO SE VAN A ENAMORAR DE TI"

"SI HOY TE CREES CAPAZ DE HACER ALGO BUENO, HAZLO"

"NO SABÍA QUE ERA IMPOSIBLE Y LO HIZO"

"NO HAY PEOR FRACASO QUE EL NO HABERLO INTENTADO"