Como barcas varadas en la arena quedan nuestra almas cuando un genio insustituible se apaga |
Nadie debería morir, aunque en realidad esta vida nuestra está programada desde su principio para la muerte, pero cuando se va alguien necesario sentimos de alguna manera la soledad de su ausencia.
Como ustedes ya saben se ha muerto Miguel Delibes, un cazador de Valladolid que se ganaba la vida escribiendo. Se ha tenido que marchar al otro barrio el autor de tantos y tan excelentes libros, los cuales nos han hecho viajar horas, siglos y kilómetros con la imaginación; libros en los que a través de ellos hemos conocido otros mundos que estaban por descubrir en éste.
¿Por qué era necesario un escritor, un gran novelista como Delibes? Simplemente porque era un creador de historias. Tenía cosas que contar y sabía hacerlo, así de sencillo. Los escritores, los buenos, son tan necesarios, como lo es el sonido del viento en las ramas de los árboles en primavera.
Un escritor de su categoría se trasciende en su obra. En este caso el hombre desaparece, pues viene de la nada y a la nada va, pero queda multiplicado en sus personajes. Miguel Delibes ha muerto, mas el producto de su pensamiento sobrevive en el jardín de sus novelas. Podemos entrar una y mil veces por las páginas de sus libros y, como si se tratara de un gran museo, siempre hallaremos algún detalle nuevo y vivo; siempre encontraremos pruebas de la humanidad, la sensibilidad, la sencillez o el amor, que un hombre de su talla literaria es capaz de poner en sus personajes.
De la grandeza de un autor dice mucho la humildad de su obra. Me acuerdo ahora del protagonista del “Diario de un cazador”; no recuerdo siquiera su nombre, pues leí hace años el libro, pero se me quedó muy grabada la sensación de haber conocido a un personaje bueno, un hombre de pocas ambiciones y una pasión: la misma que su creador: salir al campo los domingos en pos de una idea fija y un tanto primitiva: la caza, reminiscencia quizá de cuando la humanidad tenía que sobrevivir superando en astucia a los animales. Luego gocé leyendo el “Diario de un jubilado”, en el que igualmente corre sangre de Miguel Delibes por sus renglones.
En fin, desde el primero de sus libros que leí: “La sombra del ciprés es alargada”, que me entregó de premio en un concurso de redacciones mi profesora del Instituto Ana María Martínez, hemos vivido, Delibes y yo, muchas vidas juntos. Podría hacer aquí una larga relación, sólo con ir mirando por las lejas y estantes de mi casa, y recordando con placer todas y cada una de las lecturas. Pero no es el caso. Porque hoy lamentamos el fin del genio, no el legado de su trabajo.
Sin embargo, y aunque caiga en la injusticia de dejar de nombrar otros libros de Miguel Delibes a la par en importancia, quisiera mentar uno que me produjo honda huella: “Las ratas”. Recuerdo que lo leí por primera vez (la de este autor es literatura que se relee con gusto) en la playa. Fue a principios de la década de los noventa, pues mi hija Victoria Elena, la pequeña de las tres, que había nacido en el año del cometa Halley, ya entendía de la magia que se puede hallar en las páginas de los libros (por supuesto, les había leído e inducido a que lo leyeran ellas “El Príncipe destronado”).
Fue en el Cámping de Guardamar. Y para que mis hijas se durmieran por la noche les leía a través de la lona de la tienda de campaña trocitos de “Las ratas”, de Miguel Delibes. No había encontrado hasta entonces, ni creo que encuentre nunca, un personaje con tanta sensibilidad y tanto interés por la vida que aquel niño amigable que, desposeído de otro calor familiar, siempre andaba en compañía del Tío Ratero: el Nini. Es este un personaje tan amigable y tan capaz de despertar ternura, compasión y amor, que no me extraña que, como Sebastian en la “Historia interminable”, el lector, queriendo abrazar al Nini, sueñe con atravesar la frontera de la irrealidad, pasando de este mundo a la región ficticia de la literatura.
©Joaquín Gómez Carrillo
.
No hay comentarios:
Publicar un comentario