Esquina del Convento |
Hoy, a la vuelta del trabajo, andaba yo a buen paso por mitad de la Esquina del Convento. Hacía un sol tibio, agradable, y daba gusto de estar por la calle; algunas personas se hallaban sentadas en la puerta de Los Valencianos tomando café, mientras que otras descansaban sentadas en los bancos, o simplemente deambulaban de acá para allá. Entonces un hombre mayor caminaba en la misma dirección que yo, pero mucho más despacio y apoyándose en un bastón. De modo que al pasar junto a él he visto muy claro lo que es el tiempo en las personas.
El tiempo es la dimensión dominante de nuestras vidas. Somos seres frágilmente temporales y vivimos enjaulados en el tiempo sin poder escapar de él. El tiempo es como un tren que nos lleva desde que nacemos hasta la estación final de la muerte; y aunque nadie se quiere apear de ese tren de la vida (la vida es tiempo, y no sueño como dijera erróneamente Calderón), algunos son obligados a descender en el trayecto.
Muchos sabios se han calentada la cabeza y han definido y estudiado lo que es el tiempo. Ustedes habrán leído o habrán oído lo que decía Albert Einstein: que el tiempo se puede contraer y estirar como una goma (yo, si les digo la verdad, no me lo creo mucho. Mi abuela Teresa nunca creyó que el hombre llegara a la Luna en 1969, y, miren ustedes por dónde, a lo mejor estaba en lo cierto). Otra lumbrera de la astrofísica, que es Stephen Hawking, esa mente colosal encerrada en una ruina de cuerpo, tiene un libro interesantísimo llamado “Historia del Tiempo” (aunque si he de serles sincero, algunos conocimientos de Hawking que se me escapan).
Al respecto hay un ejemplo muy ilustrativo de lo que es el tiempo cósmico: Si pudiéramos alejarnos instantáneamente a un punto del espacio que estuviera situado a 1.983 años luz de la Tierra y tuviésemos un telescopio lo suficientemente potente, podríamos contemplar desde allí la Crucifixión de Jesús esta próxima primavera. Piénsenlo.
Pero en fin, el tiempo que me preocupa no es el de las fórmulas matemáticas ni el de las ecuaciones de los astrónomos, ni siquiera el de los relojes, que son esas maquinitas que giran como la Tierra da vueltas, o porque la Tierra da vueltas, sino que es el tiempo implacable de los espejos. (Dicen que a uno le hacen mayor los hijos y más tarde los nietos, pero no es verdad; a uno lo que le hace viejo es el mirarse al espejo. Muchos de ustedes estarán de acuerdo, o habrán experimentado, que una persona puede tener interiormente el ímpetu del viento, pero su estatus vital, es decir, cómo es vista esa persona por los demás, por la sociedad que le rodea, no es otro que el que le echa en cara diariamente el espejo).
Las únicas que no se doblegan a la tiranía del tiempo de los espejos son las fotos. ¿Se han dado ustedes cuenta que un retrato rejuvenece con los años? Vayan por gusto a un cajón y saquen una fotografía suya de tan solo cinco años atrás, y verán cómo su rostro aparece más joven que el día en que se la hicieron. Hagan la prueba y verán.
Así que, como les decía al principio, caminando hoy por la Esquina del Convento, bajo un sol de caricia de finales de noviembre, he sobrepasado al hombre de la garrotica y él, consciente de que es imposible traspasar jamás los límites del tiempo, me ha mirado de reojo cuando yo le adelantaba en cuatro zancadas. Pues ambos viajábamos en tiempos distintos. Él pasó hace años por donde yo lo he hecho ahora. Yo, Dios mediante, pasaré un día por donde él caminaba hoy. Y aunque los dos hemos coincidido en el espacio, casi rozándonos, estábamos a ambos lados de un muro infranqueable: el abismo del tiempo.
¿Ustedes han subido o bajado por las escaleras mecánicas del Corteinglés? Cuando lo hagan, si lo hacen, fíjense que al mismo tiempo otras personas realizan lo contrario: mientras unas van para arriba, otras van para abajo; y nadie puede saltar de una a otra parte; es como si se viajara en otra dimensión. Pues algo parecido es el curso del tiempo para los seres vivos.
De modo que ni los Caballos de Troya de J.J. Benítez ni el Delorian “trucado” de Regreso al Futuro ni las naves espaciales de la “Paradoja de los gemelos”, pueden hacer que saltemos de un tren a otro del tiempo. Nadie jamás puede retroceder o avanzar en el tiempo. Cada cual viaja en su dimensión que le corresponde; cada cual a su velocidad (no lo hacen lo mismo el perro que el hombre, ni el pájaro que el elefante. Y aunque creamos vivir juntos y compartir unos mismos espacios físicos, todos nos hallamos separados por la dimensión infranqueable del tiempo. Pues no somos polvo, sino tiempo, y en el tiempo nos diluiremos. Y si no, al tiempo.
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