Estación del ferrocarril, Cieza |
Esto que a hoy les escribo no es un artículo de opinión, o al menos no del todo, sino más bien una pequeña historia ocurrida hace bastantes años a un ciezano. A mí me la refirieron tiempo atrás, y quien me la contaba lo hacía con tal sensibilidad, que logró comunicarme una profunda emoción. No en vano era el hijo menor del hombre que fue a comprar un pan.
El hombre había nacido en los años veinte, a la única luz del candil de los pobres. Luego había crecido sin ir a la escuela, atado a la rueda del trabajo duro del campo; había pasado rápido por su adolescencia en plena Contienda Civil, y en su juventud se había deslomado a trabajar bajo la sombra excesivamente alargada de una posguerra de hambre y cartillas de racionamiento.
(Incluso cuando Europa había sido liberada de los fascismos y empezaba a resurgir de sus cenizas de la Guerra con la ayuda del capital americano, España permaneció olvidada a su suerte, con las fronteras cerradas, debatiéndose entre la autarquía económica y la escasez).
Entonces el hombre se levantaba todas las mañanas al oír el pito de Manufacturas Mecánicas de Esparto, y, con el Lucero del Alba sobre el Pico de la Atalaya, tomaba su bicicleta y pedaleaba hasta los campos de Abarán, donde con una azada grande, marca “La Bellota", del nº 88, cavaba la tierra de sol a sol por un mísero jornal. Así hasta que, peseta a peseta, logró unos pocos ahorros para poder casarse.
El hombre y su esposa gastaron su luna de miel trabajando con ahínco varias tahúllas de tierra, propiedad de una señorita rancia del pueblo. Y aunque eran años oscuros de economía de subsistencia, en que el salario de toda una jornada no bastaba para comer, el hombre luchó a brazo partido con la vida ingrata y logró alquilar una casica humilde en el Cabezo de la Estación, sin agua corriente y sin alcantarillado, donde empezarían a conocer el mundo sus dos primeros hijos.
Luego, cuando a finales de los cincuenta los americanos reconocieron para su provecho la dictadura del general Franco y plantaron aquí sus bases militares a cambio de botes de leche en polvo y armas usadas, ya habían abierto las fronteras y cientos de miles de emigrantes españoles estaban levantando con su trabajo las economías de los países europeos.
Por lo que a primeros de los sesenta el hombre desempolvó una maleta de cartón que tenía sobre el armario ropero, metió en ella dos mudas, un neceser de cuando la mili y una bolsa con algunas viandas; luego se subió a un vagón de tercera y marchó a buscar la vida en tierra extraña.
Aunque con los fríos invernales, lo mismo que las golondrinas vuelan al Sur, el hombre regresó al pueblo buscando el calor de los suyos. Y en los bolsillos, muy bien doblados, traía unos billetes grandes que llevaban pintada la alegoría de la República Francesa.
Luego, tras un segundo viaje en solitario en el que había conocido a un patrón que le ofreció humilde morada, el hombre pensó al tercer año que podría llevarse a su esposa y sus dos hijos pequeños al país vecino. Por lo que hicieron un ligero equipaje lleno de esperanzas por volver. Ella, que nunca había salido del pueblo ni conocía el mar. Así que cuando el tren cruzó el Ebro por Amposta, la mujer abrazó a sus dos hijicos y pensó que en aquel viaje a lo desconocido, únicamente podría hallar protección en su marido. Los niños aún no tenían uso de razón y ella era una mujer preocupada en un mundo extraño.
Algunas horas más tarde, aquel convoy de vagones abarrotados de gente hizo su entrada en Barcelona. La Estación de Francia, con su enorme techumbre metálica, devolvía amplificada la reverberación de las locomotoras en marcha, mientras que un hormiguero desordenado de viajeros que arrastraban bultos y equipajes invadía los andenes por todas partes.
Los niños entonces pidieron pan, por lo que el hombre se abrió camino a través del pasillo del vagón y descendió. Cuando cruzó al otro lado de las vías volvió la cabeza y vio a los tres pegados al cristal de la ventanilla: ella tenía el gesto de súplica para que no tardara en volver.
El hombre tuvo que ponerse en la cola y esperar. Luego compró un pan grande como una rueda, se lo puso bajo el brazo y salió. Entonces otro largo convoy del que bajaba una marabunta de personas se había interpuesto en una vía más próxima. Así que cuando pudo rodear los andenes a contrapelo de la gente cargada con sus bártulos, vio con estupor que su tren había partido. Sin embargo corrió desesperadamente en vano. Después se detuvo con el corazón saliéndosele del pecho y sintiendo que el suelo le faltaba bajo sus pies.
A la salida de la enorme estación, en la madeja de vías y cambios de agujas que semejaban las venas y tendones del dorso de una mano, el tren se arqueó en su huida como una ballesta, por lo que el hombre, con su pan bajo el brazo, pudo divisar, pegados al cristal de la ventanilla como tres calcomanías, a su esposa y a sus dos niños pequeños, asustados como gacelas en cautividad, marchándose sin él hacia Port-Bou.
.
No hay comentarios:
Publicar un comentario