Fue a la mañana siguiente cuando nos dimos cuenta de que se habían dejado la mesa puesta y la cena sin tocar. Con la luz del día hallamos sobre el hule un plato con una sardina frita, un huevo pasado por agua y un trozo de pan no más grande que la mitad de una mano de mujer. Más todo, absolutamente todo, junto con el exiguo mobiliario y los pobres enseres que había en la casa, lo echamos a la hoguera que habíamos encendido afuera con las sábanas y el colchón de borra de la cama.
A mi padre nunca lo vi llorar. Miento, pues cuando dos años y medio después, los del Socorro Rojo, que iban pistola al cinto por los campos llevándose animales y otras cosas para alimentar a los heridos en los hospitales de sangre, nos arrebataron la yegua blanca, y, con los ojos cegados por un capuz negro, la subieron a palos sobre la caja de madera de un camión destartalado de los que requisaban a los industriales del esparto, entonces, vuelto de espaldas, bien recordaré, mi padre lloró con una congoja ahogada, impotente y silenciosa. Pero no aquel día, sin embargo, en que comprobamos con inmensa tristeza el rastro de la tragedia en la mísera cena abandonada por las mujeres la noche antes.
De modo que aquella mañana de finales de setiembre del treinta y seis, cuando subimos hasta la caseta que perteneciera tiempo atrás a los mineros, más arriba de la raya del monte, para quemar todo lo que había pertenecido a Gloria, se nos figuró de pronto la representación pura de la desgracia en aquellos alimentos intactos sobre una pequeña mesa de alas, en mitad de la humilde estancia.
Don Raimundo les había recomendado unos meses antes que lo mejor para su hija era que tomase el aire sano de los pinos.
Lleváosla a la montaña para que respire aire puro. Es lo mejor para ella, les dijo el médico con buen criterio.
El Mañas le tenía fe a Don Raimundo; lo conocía de muchos años atrás, pues se encargaba de cobrarle los recibos de las igualas. El Mañas se buscaba la vida de cobrador: llevaba facturas de algunos empresarios de la industria espartera, que tanto auge tenía entonces en el pueblo; cobraba los rentos a los agricultores viejos –los cuales preferían aquel sistema, heredado de los tiempos antiguos de la encomienda y los mayorazgos, a la aparcería común, por la que había que entregar a los señoritos, dueños de la tierra, el terraje de los esquilmos–; cobraba las cuotas de la Confederación Nacional de Sindicatos Católicos; y, entre otras cosas, se encargaba de cobrar también a las familias igualadas con Don Raimundo, médico muy apreciado en el pueblo. No obstante, como su modesta economía familiar no le permitía pagar la estancia de su hija en un sanatorio especializado de montaña, de los que había para estos enfermos, decidió buscar una casita prestada junto a los pinos para que Gloria pudiese pasar allí los meses de aquel verano tumultuoso en que estalló la maldita Guerra Civil.
Aquella tarde de otoño, a la caída del sol, cuando andábamos atareados recogiendo el averío, la vimos llegar andando desde el pueblo con la terrible noticia en la boca. Primero apareció a lo lejos como un punto negro en el camino, que luego fue tomando poco a poco figura de mujer; y cuando los perros, adormilados en su cobija de la leñera que había en la esquina de la casa, comenzaron a removerse y a dar los primeros ladridos, hicimos esfuerzos con los ojos para saber de quién se trataba.
Era la Rosario. Mi padre la conocía porque estaba de sirvienta muchos años en casa de Don Jerónimo Blázquez, dueño de la fábrica conservera más importante del municipio, a la cual solíamos llevar con el carro las banastas de albaricoques y de melocotones de la huerta en la época de la recolección. La Rosario, que bizqueaba la pobre del ojo izquierdo con un estrabismo acusado, llegó poco después aspeada a causa de la caminata de los siete u ocho kilómetros con aquellos alpargates de paño gastados que ella les hacía agujeros con las tijeras para liberar sus juanetes, y, ahogada del sobresalto y con el alma en vilo por los acontecimientos, sólo se detuvo en la casa el tiempo justo para echar un trago de agua fresca de la cántara y declarar espantada lo ocurrido aquella misma tarde en el pueblo. Después prosiguió su camino por una estrecha y tortuosa senda de mulas, hacia la antigua casica de los mineros, que distaba cosa de un kilómetro, rodeada de pinos, de lentiscos, de estepas, de retamas y de otros arbustos olorosos, en las faldas de la Sierra del Cobre.
Unos tres meses antes, cuando aún no se había producido el terrible cisma de la Guerra Civil, aunque los políticos de uno y otro lado no cesaban de echar leña al fuego del desentendimiento, de la crispación y de los odios sociales, y algunos generales urdían el levantarse en armas contra el Gobierno legítimo de la República, el Mañas apareció un día muy temprano montado en su bicicleta y le pidió el favor a mi padre. Nos pilló en el Bancal de los Cardos seteros, mientras segábamos los últimos trigos raspinegros por San Juan, y el hombre –me acuerdo ahora como si lo estuviera viendo, con su chaqueta de pana de toda época y su gorra de paño gris– dejó apoyada la bicicleta contra un pinato que había junto a la linde de las atochas y, a cruza surco, pisando los estabones puntiagudos del rastrojo con sus alpargates de lona blanca y suela de cáñamo, llegó hasta mi padre, que estaba atando a cabello la mies segada la tarde antes mientras yo le asistía con los vencejos en la mano, y le comentó su caso familiar y las estrictas recomendaciones del médico.
Tío Lázaro, vengo por lo de la casica de los mineros. Hágas’usté cargo de mi triste situación, dijo el hombre apurado.
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(Continúa)
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