(Tercer relato del libro "Relatos Vulgares")
Fani era pelirroja encendida y la maraña de su cabello, a la luz oblicua del amanecer, tenía la semejanza de una zarza ardiendo. Ya la había visto otras veces, vamos a ser sinceros, pero el sentido de la fidelidad me impedía entonces dar alas al deseo. Ahora, en cambio, la situación era distinta: llevaba casi un mes solo y durmiendo en la calle desde que Aria me dejó, de modo que seguí a Fani con la mirada, en principio, antes de ponerme a caminar a su lado con el corazón pugnando por salírseme del pecho.
Fani era pelirroja encendida y la maraña de su cabello, a la luz oblicua del amanecer, tenía la semejanza de una zarza ardiendo. Ya la había visto otras veces, vamos a ser sinceros, pero el sentido de la fidelidad me impedía entonces dar alas al deseo. Ahora, en cambio, la situación era distinta: llevaba casi un mes solo y durmiendo en la calle desde que Aria me dejó, de modo que seguí a Fani con la mirada, en principio, antes de ponerme a caminar a su lado con el corazón pugnando por salírseme del pecho.
Los amigos me lo habían dicho con la mejor de las intenciones: “no seas tonto, tienes que rehacer tu vida, no te puedes quedar ahí derrotado para siempre.” Pero no era fácil; quien no ha sufrido el abandono, no sabe lo que es el vacío que crece con el despego de un ser humano. Con Aria había pasado casi la mitad de mi vida y, echando la vista atrás y quitados los últimos episodios desagradables, sólo recordaba momentos felices a su lado. Ella era una mujer de buen temple que poseía en su voz un manantial de dulzura, y que, con la justeza del sabio, sabía ejercer el poder inconmensurable de la palabra. Aria, durante mucho tiempo, fue capaz de hacer que me creyera alguien importante, pues su amor firme había dado verdadero sentido a mi existencia. La vida, a mi humilde parecer, bien pudiera haberse resumido hasta entonces como “ella y yo y el resto del mundo”.
Fani, en cambio, se veía otra cosa. A primeras, en un juicio sensato, se podría decir que era una maravilla natural, que su aura, hecha de la materia de los sueños, retenía esencias de la Creación del mundo, y que portaba en sí briznas del primer soplo de la vida o de la energía que hace girar los planetas. Durante el mes que llevaba durmiendo en la calle, me despertaba todas las mañanas con el paso estruendoso de Fani; ésta avanzaba por la acera en contra de la luz y exhalando un aroma frágil e involuntario de flores silvestres; aunque mis ojos (ahora empiezo a darme cuenta), velados todavía por la tristeza del desamparo, no pudieran ver entonces más allá de su belleza tangible.
Al principio la noté extrañada, pues ella no se hacía a que alguien como yo buscara su amistad. Pero aquel día estaba decidido y durante un buen trecho continué mendigando en su rostro el gesto leve que aprobara mi intención. Caminábamos casi en paralelo y algunos transeúntes que venían en dirección contraria pudieron pensar que Fani y yo manteníamos algún tipo de unión, de lo cual me sentía tremendamente orgulloso. Mas ella, que sólo por un momento me dedicó su mirada azul intensa, muy suya, adoptaba una posición deliberadamente desentendida, altiva y distante. No es que yo conociera mucho a las mujeres (nadie nunca llega a conocer del todo a las personas), pero, desde luego, entre Fani y Aria mediaba un abismo.
Con Aria todo tenía un valor entrañable para mí: sus caricias largas, su verbo cálido, su voluntad fiel de mantener viva nuestra relación y su ternura. En los años que vivimos juntos nunca oí de su boca una mala palabra ni aprecié en ella un gesto hostil. Aria era una mujer como pocas que sabía estar; y, tanto en la intimidad como en su relaciones sociales –quitado los días postreros en que todo fue tremendamente confuso–, adoptaba siempre el comportamiento justo en el momento adecuado. La noche, en cambio, que ocurrió lo del grifo abierto, fue la primera vez que observé en ella un raro aire de ausencia. Acudieron a mi llamada los vecinos, aunque el agua ya bajaba por las escaleras (lo cual no dejaba de tener su parte divertida), y Aria, como regresando de un mundo lejano, retomó en seguida la compostura volviendo a ser quien era. Pero a su espalda, algunos hablaron en voz baja ciertas palabras que entonces no acerté a comprender muy bien.
Fani, desde que tomé la decisión, provocaba en mí todas las mañanas una tormenta de felicidad. Oía, antes que nada, su paso arrollador y, al poco, vislumbraba su figura juvenil y su melena ígnea de luz aproximándose como una ensoñación. Luego la seguía, sobreviviendo al mimbre de su cintura y al balanceo de sus caderas. Me ponía a su lado a trechos e intentaba que floreciera el dibujo de su cara en un gesto afirmativo. Ella era mi tabla de salvación, con la cual, si lograba asirme, superaría las desdichas recientes. Un mes malcomiendo y maldurmiendo en la acera había hecho mella mí. Acostumbrado a las comodidades y a la higiene diaria, me sentía sucio, notaba picores y bullir en algunas partes del cuerpo. Por otro lado (hay que reconocerlo), me estaba haciendo a una libertad bohemia que yo no había conocido antes y que ahora veía con el atractivo de lo nuevo. Pero nada como una persona a tu lado; y Fani, dorada de diminutas pecas, de miríadas de motas de oro sembradas por su piel, me parecía un ángel recién escapado del Paraíso.
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(Continúa)
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