INTRODUCCIÓN

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JOAQUÍN GÓMEZ CARRILLO, escritor de Cieza (Murcia), España. Es el autor del libro «Relatos Vulgares» (2004), así como de la novela «En un lugar de la memoria» (2006). Publica cuentos, poesías y relatos, en revistas literarias, como «La Sierpe y el Laúd», «Tras-Cieza», «La Puente», «La Cortesía», «El Ciezano Ausente», «San Bartolomé» o «El Anda». Es también coautor en los libros «El hilo invisible» (2012) y «El Melocotón en la Historia de Cieza» (2015). Participa como articulista en el periódico local semanal «El Mirador de Cieza» con el título genérico: «El Pico de la Atalaya». Publica en internet el «Palabrario ciezano y del esparto» (2010).

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28/12/08

Rocallas



(Octavo relato del libro "Relatos Vulgares")


A don Bartolo lo que más le gustaba era dormir la siesta. Decían los que lo conocieron bien que dormía tales siestas que se levantaba en ayunas.

La noche de su duelo estuvimos haciendo memoria para decir algo bueno. Siempre da gusto comentar las bondades del muerto en esos momentos, pero como no encontrábamos nada, yo dije: “en el fondo no era mala persona don Bartolo”. Y el Flauta, el que tenía siringe como los canarios, que ya ha muerto también el pobre, apuntó lo de las siestas.

A don Bartolo nunca se l’ha conocío siesta mala, dijo. Y todos estuvimos de acuerdo con la cabeza.
Realmente, allí habíamos cuatro personas en la casa del difunto, que era grande, lóbrega y fría. Luego, a la hora de salir la caja, apareció uno del ayuntamiento, pues don Bartolo, en tiempos de la dictadura de Franco, llegó a ser alcalde del pueblo. Mandaron al ordenanza, que era cojico el muchacho, con una corona de flores, en cuya cinta de los colores patrios ponía: “ROCALLAS NO TE OLVIDA”.

Rocallas era mi pueblo. Era todo de piedra. Allí no veías ni un ladrillo, ni un adobe, ni mampostería de argamasa ni nada: todo piedra de cantería. Sin embargo, cuando por una cosa o por otra fuimos dejándolo, Rocallas se perdió. Faltar nosotros fue dejarle vía franca al viento, que es como el gusano de la piedra.

Cuando se murió don Bartolo aún quedaba gente allí. Luego, un día nos dimos cuenta que Rocallas se había quedado sin el porvenir, que son los niños, y la maestra, a causa del tedio, decidió marcharse. Otro día, el boticario cerró la botica, pues los médicos ya prescribían en el pueblo de al lado y no era negocio. Cuando no quedaba casi nadie, el cabo de puesto dijo al otro guardia: “mete la bandera en un saco, para que no sufra la afrenta, que nos vamos”. (Las banderas son la cosa que más afrenta puede sufrir. A una bandera no la debes trasladar nunca de acá para allá sin su correspondiente solemnidad; pero también, si la metes en un saco y te lo echas a la espalda, la puedes llevar donde quieras que no se humilla.)

Poco a poco se fue quedando el pueblo sin nadie, y cuando se marchó por fin don Justo, el cura, en Rocallas no quería vivir ya ni Dios.

En el duelo de don Bartolo estuvimos repasando cosas de antes.

¿Tú te acuerdas de cuándo la guerra?, le dije al Chano, que era uno de los que más memoria tenían.

Claro que me acuerdo, y rió moviendo la cabeza. Tan pronto éramos de un bando como del otro.
Ahí, en los cambios, ya perdimos bastante gente, dije yo; con los de un lado y con los de otro.

Rocallas estaba apartado de cualquier centro estratégico, de cualquier ruta o camino. Por Rocallas no se pasaba nunca: había que ir adrede. De modo que al poco de estallar la guerra aparecieron unos, cambiaron la bandera y, de paso, fusilaron en la plaza a unos cuantos y se largaron. Nosotros seguíamos arando los campos en paz. Pero al poco, llegaron otros, pusieron de nuevo la bandera anterior y fusilaron a otros cuantos y también se fueron. Y así ocurrió varias veces durante los tres años. Cuando acabó todo por fin, resulta que nos pilló con el paso cambiado y sufrimos las purgas de rigor. Por eso, desde entonces, siempre hemos sido menos los de aquí.

He vuelto al pueblo; ya lo creo que he vuelto. Por el otoño pasado he estado allí, y Rocallas no es más que un cementerio de almas barridas por el viento. Te encuentras por doquier las almas de muchos que no quisieron nunca abandonar el pueblo, las almas de los que se quedaron a toda costa, y las de otros que el destino inexorable les llevó hasta allí como última estación de su viaje. Te las encuentras asidas con uñas y dientes a las piedras de los dinteles y las jambas de las puertas y ventanas. El alma del Flauta, cuando arrecia el cierzo (¡qué cosa más chocante!), clama en un gemido canoro que hasta da gusto de oírlo.

Al Flauta le dijo el médico un día, cuando había médico aún en Rocallas (lo hubo hasta que murió don Bartolo), que en vez de laringe tenía siringe. Su mujer se olía algo y lo mandó: “anda que te vea don Frasquito, que no te puedo aguantar con esa voz de gorrión que tienes”.

Misterios de la natura, dijo el médico. Si te educas bien la voz podrías interpretar a los clásicos de garganta. Pues don Frasquito sacaba siempre bien de cualquier mal en aras de la ciencia, excepto con don Bartolo, que ahí no tuvo tino el hombre.

Don Bartolo, en los últimos tiempos ya no eran el de antes, salvo en dormir la siesta, que en eso siempre se defendió muy bien. Cuando fue alcalde, sin embargo (entonces era capaz de comerse un cabrito y beberse un azumbre de vino en una sentada), cogía por cuaresma a todas las fulanas del pueblo, las subía en un camión y se las llevaba a una finca propia, dónde las tenía bajo régimen de clausura hasta el domingo de resurrección (“¡abstinencia, so pecadores!”, decía el cura desde el púlpito), que había que revivir de nuevo a la vida de la carne. Sólo don Justo y él podían entrar al recinto. El cura siempre dijo que sólo le interesaban las almas.

El alma de don Bartolo aún sestea al resguardo del viento.

Las hojas caídas lo amarillean todo. No quedan puertas ni ventanas en Rocallas. Al viento lo que más le puede son las puertas y las ventanas, por eso las golpea, furioso, hasta arrancarlas de sus goznes.

La casa que fue de don Bartolo aún mantiene firmes sus enormes puertas que, herradas, baten sobre pernos. Dos veces estuve en aquella casa blasonada, en dónde la luz era una extraña. Tenía ésta un mobiliario antiguo y de sus paredes pendían viejas armas de guerra. Había retratos tenebristas de antepasados gloriosos, y al pie de una amplia escalinata marmórea (donde le hallamos muerto al pobre), sobre un pedestal granítico se hallaba una armadura medieval afirmada con una gran hacha. De ahí que pensáramos (el día de su muerte): ‘este hombre se despeñó por la escalera y se abrió la crisma contra el hacha’.

El viento es la carcoma de la piedra, decía siempre el Lobero, que era sabio a fuerza de pensar mientras apacentaba sus cabras en las soledades de Dios. La casa del Lobero me acuerdo que tenía las paredes escritas de proverbios, refranes y frases juiciosas desde el suelo hasta el techo. El Lobero, lo que no pudo nunca fue redactar su propio epitafio, como hacen muchos sabios; en eso su mente perdía todo ingenio y se tornaba árida.

En Rocallas, yo lo he podido ver con mis propios ojos, el viento se va comiendo los muros poco a poco. Allí, las noches no son más que combates entre la dureza de la roca y el soplo invisible y tenaz del viento. Y en medio de la lucha desigual están las almas, que se afirman a lo perecedero de la vida, huyendo del vértigo de lo eterno.

El médico no estuvo con nosotros en el duelo de don Bartolo. A primera hora de la mañana certificó su muerte: “infortunio accidental”, y ya no volvió por allí, aunque entonces nada se sabía; sólo que era tan aficionado a la ciencia que le gustaba experimentar con cualquiera. Con la Ruca, sin ir más lejos, cuando tuvo, ya de mayor, al lambrijo de su benjamín, don Frasquito, que la asistió en el parto, se llevó en una garrafa del aguardiente las aguas rotas para hacer pócimas, dijo.

El médico y don Bartolo visitaban mucho el casino. Habían sido tan amigos que nosotros pensamos: ‘éste hombre estará tan compungido que no puede venir al entierro’. Pero luego nos enteramos de que se había ido del pueblo para no volver, cosa no demasiado extraña tampoco. Así que estuvimos engañados durante un tiempo hasta que el Lele habló.

Rocallas, cuando más población tuvo fue a finales de los cuarenta y principios de los cincuenta. Don Bartolo, como alcalde, escribió una carta a Franco para que mandara deportados al pueblo. Que alguien tenía ideas políticas contrarias, pues se le encarcelaba, y la familia, por si acaso, deportada a Rocallas. Que otro tenía inquietudes viajeras, pues en aplicación de la Ley de Vagos y Maleantes, se le confinaba en Rocallas. Tú, por ejemplo, eras desafecto al Movimiento y no te llevabas bien con el jefecillo político de tu pueblo, pues te daban aceite de ricino y a Rocallas.
Por entonces fue cuando estuvo allí destinado en el cuartelillo el sargento Fandiño, el cual no podía ver a un gitano en veinte kilómetros a la redonda. El sargento Fandiño te decía: “a ver, usted, ¿quién le tiró el cristo a la zorra?” (un suponer) Y tú, como es natural, temblando contestabas: “no lo sé, mi sargento”. Y él: “zas”, te abofeteaba.

Al sargento Fandiño le salieron callos en las manos, de las que repartió con lo del cristo. Y ya ves tú qué importancia tenía aquel hecho; pero había mucha represión y ellos podían hacer lo que les diera la gana. De modo que se tiró un año interrogando a la gente del pueblo.

Aquello fue (lo estuvimos refiriendo en el duelo) que iban rezando el rosario de la aurora detrás de una borrica, sobre la que llevaban algunos apechusques eclesiales junto con un cristo pequeño. Y dicen que las zorras, cuando están criando pierden el respeto a los hombres y se acercan a las casas y asaltan los corrales en busca de algo que comer. Pues bien, al torcer una callejuela, de las callejuelas tortuosas que había (y que hay, desiertas ya y martirizadas por el viento) en Rocallas, apareció una raposa que buscaba su pitanza; entonces se asustaron las mujeres y se espantó la burra, cayó al suelo el cristo y hubo gran alboroto. Así que alguien, movido por un impulso natural, en la semioscuridad de la madrugada, le lanzó el cristo a la zorra con ánimo de ahuyentarla, no otra cosa, por Dios. Pero Fandiño se había empeñado en castigar al autor del lance. Fue su obsesión, aunque no lo pudo conseguir; ¡pues no éramos tozudos en Rocallas!
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(Continúa)

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Cuentos del Rincón es un proyecto de libro de cuentecillos en el cual he rescatado narraciones antiguas que provenían de la viva voz de la gente, y que estaban en riesgo de desaparición. Éstas corresponden a aquel tiempo en que por las noches, en las casas junto al fuego, cuando aún no existía la distracción de la radio ni el entoncemiento de la televisión, había que llenar las horas con historietas y chascarrillos, muchos con un fin didáctico y moralizante, pero todos quizá para evadirse de la cruda realidad.
Les anticipo aquí ocho de estos humildes "Cuentos del Rincón", que yo he fijado con la palabra escrita y puesto nombres a sus personajes, pero cuyo espíritu pertenece sólo al viento de la cultura:
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* Tres mil reales tengo en un cañar
* Zuro o maúro
* El testamento de Morinio Artéllez
* El hermano rico y el hermano pobre
* El labrador y el tejero
* La vaca del cura Chiquito
* La madre de los costales
* El grajo viejo
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Frases para la reflexión:

"SE CREYÓ LIBRE COMO UN PÁJARO, Y LUEGO SE SINTIÓ ALICAÍDO PORQUE NO PODÍA VOLAR"

"SE LAMÍA TANTO SUS PROPIAS HERIDAS, QUE SE LAS AGRANDABA"

"SI ALGUIEN ES CAPAZ DE MORIR POR UN IDEAL, POSIBLEMENTE SEA CAPAZ DE MATAR POR ÉL"

"SONRÍE SIEMPRE, PUES NUNCA SABES EN QUÉ MOMENTO SE VAN A ENAMORAR DE TI"

"SI HOY TE CREES CAPAZ DE HACER ALGO BUENO, HAZLO"

"NO SABÍA QUE ERA IMPOSIBLE Y LO HIZO"

"NO HAY PEOR FRACASO QUE EL NO HABERLO INTENTADO"