INTRODUCCIÓN

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JOAQUÍN GÓMEZ CARRILLO, escritor de Cieza (Murcia), España. Es el autor del libro «Relatos Vulgares» (2004), así como de la novela «En un lugar de la memoria» (2006). Publica cuentos, poesías y relatos, en revistas literarias, como «La Sierpe y el Laúd», «Tras-Cieza», «La Puente», «La Cortesía», «El Ciezano Ausente», «San Bartolomé» o «El Anda». Es también coautor en los libros «El hilo invisible» (2012) y «El Melocotón en la Historia de Cieza» (2015). Participa como articulista en el periódico local semanal «El Mirador de Cieza» con el título genérico: «El Pico de la Atalaya». Publica en internet el «Palabrario ciezano y del esparto» (2010).

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28/12/08

Sor Inés



(Duodécimo relato del libro "Relatos Vulgares")


Sor Inés, con el sensible golpeteo de las ruedas, sentía como si se le escapara el soplo de la vida. En el suelo del largo pasillo, a trechos, había cruzadas unas láminas metálicas que ocultaban cables o algún otro tipo de conducción, o, simplemente, eran juntas del gastado pavimento del hospital. La cama, empujada por aquel celador suramericano, moreno y achaparrado, rodaba suave, pero cada vez que pasaba sobre los cubrejuntas metálicos del suelo, ella notaba como si el alma se le fuera a salir por la boca, y se acordó entonces de cuando murió Fábula.

Ella había visto fallecer a muchos ancianos; les había sostenido la cabeza en el momento de expirar su último aliento; había contemplado muchas veces esa leve agitación del pecho, esa convulsión última, semejante al alteo rendido de un pajarillo, y ese hundirse después en el negro abismo de la muerte. Sor Inés, en su vida de entrega a los desvalidos y los pobres, había ayudado a moribundos a dar el alma a Dios. Pero aquel día, conducida en la camilla por el interminable pasillo de vuelta a la habitación, lo que le vino a la cabeza, sin embargo, fue la muerte de Fábula.

Sor Inés (parece que la estuviera viendo ahora mismo: menuda, andrajosa y caminando por encima de las peñas con un zurroncillo a la espalda) no recordaba haber llorado tanto como el día que sintió en su frágil cuerpo de niña adolescente la terrible agonía de Fábula, su perrilla pastora. Por aquel tiempo Sor Inés, que aún se llamaba Pascuala (Pascualina, le decían todos), huérfana de madre y a cargo de su padrastro, al que llamaban el Rojo, y de su abuela Narcisa, andaba por el monte sola, entre pinos y chaparros, mal vestida y peor calzada, al cuidado de las ovejas.

Fábula murió el día antes del referéndum de Franco; eso no se le podía olvidar nunca, pues pasaron unos aviones a reacción escribiendo en el azul del cielo SI, SI, SI..., con sus chorros de humo blanco, hasta que traspusieron como moscas por encima de las crestas de la sierra. Luego vino Fábula hacia ella, flechada y aullando cual si llevara el demonio en las tripas, y se le abrazó a su cintura implorándole con los ojos que apartara de ella aquel mal. Y fue la primera vez en su vida que un ser, a quién Pascualina tanto quería, le comunicó la angustia y los estertores de la muerte. Luego, el animal, se desplomó al suelo con la rigidez de un leño y, emitiendo unos gemidos apagados, la siguió mirando hasta el final con sus ojillos llorosos, como pidiéndole perdón por abandonarla en el desamparo de la montaña.

Sor Inés había salido hacía rato de la sima borrosa de la anestesia (“¡Lázaro, ven fuera!”) oyendo, lejana, la voz de la enfermera: “¡Inés, despierta!, ¡despiertaa!” Cuando abrió los ojos del sueño vacío que no existe, contempló la cara regordeta y pecosa de la chica que la atendía, acercándole al rostro un tubito que echaba aire. Luego pensó en su cuello y notó un gran apósito que le oprimía la tráquea y le dificultaba tragar, y también un tubo pegado con esparadrapos que le bajaba por la axila. “Que ya ha pasado, ¡despierta, Inés!”, repetía la enfermera de reanimación, cuyas pecas, a miríadas, llevaba sembradas por la nariz y las mejillas. Ella oía la voz dulce de la chica y le sonaba como si fuera la bienvenida a un mundo nuevo, a una etapa de la vida sin estrenar; mas no podía alejarse del borde cenagoso de la sima; abría lo ojos, pero no tenía ansias para despegar los labios.

Sor Inés no había pasado nunca por una mesa de quirófano, aunque sabía de aquel trance por haber asistido durante años a los enfermos del asilo. La gente, en general, no conocía la abnegación y el desbordante amor al prójimo de las hermanas que cuidaban a los ancianos (los abuelos, decían ellas con cariño). Algunos en el pueblo, que sí eran conscientes de ello, me acuerdo que llegaron a decir: “si las monjas no existieran, habría que haberlas inventado.” Luego, años después, cuando llegaron otros y entrevieron el lucro de una residencia para ancianos con posibles (en las familias que habían progresado era donde más estorbaban los viejos), con algunas plazas –eso sí, concertadas con la administración– para los menos pudientes, como yo, a las hermanitas de la caridad se les desbarató la casa pobre del amor que durante años habían mantenido en las estancias del viejo convento. La palabra ‘asilo’, dónde se asistía a las personas en la soledad de la vejez por mandato cristiano, ya no se usaba, no tenía sentido el término y se creía peyorativo además. Así que ellas se marcharon a otro pueblo en que a los viejos sin hogar se les dieran todavía los cuidados de regalo. Yo, esto último, bien que lo sentí, pues sin los ánimos de Sor Inés, a quién conocí de mantillas en los brazos de su madre cuando iba a por leña, la silla de ruedas se me hizo mucho más pesada desde aquel día (“acuérdate siempre de la Virgen, Mudo”, me besó en la frente y no la vi más).

El celador suramericano le arrimó los brazos a los costados bajo la sábana verde y recogió los tubos de los goteros, los cuales colgaban a un lado junto con la bolsa del drenaje, antes de meter la cama, maniobrando de lo justa que entraba, en el ascensor. El celador, con ese tono doblemente amable con que hablan los ecuatorianos, le había dicho cuando la sacó de la sala de recuperación: “ya verá como se encuentra usted mejorita en compaña de su familia, Inés”. Su familia era, esencialmente, su comunidad. En la salita de espera de la planta se impacientaban la Madre Catalina, la superiora del convento, y Sor Águeda; ésta última, a parte de hermana de congregación, lo era también uterina de Sor Inés, y compañera de juegos y penas en otros días oscuros y ya pasados.

Cuando murió Fábula envenenada con estricnina, Aguedica empezó a acompañar a Pascualina en la tarea de apacentar las ovejas en el monte. En el estío había que levantarse antes del amanecer, para volverlas al corral antes de que calentara la solanera, y durante el invierno tenían que permanecer desde la mañana a la noche en el monte. Las dos hermanas soportaban las lluvias con resignación, las tormentas con riesgo, y los embates del cierzo, rehuídas en los carasoles de los peñascos. (Yo, cuando iba a hacer leña, las encontraba a veces, rotas por el frío, en los días crudos de invierno: “¡adioós Mudo, adioos!”, me decían, levantando apenas sus manitas ateridas por la escarcha.) Fueron tiempos muy duros, y ambas hermanas tuvieron que afrontar con pobreza indecorosa la flor de la adolescencia.

Doña María Eladia, la dueña de la hacienda donde malvivían por un mendrugo, que años atrás había sacado de pila a Pascualina por condescendencia (la niña nació de madre soltera bajo el signo del pecado doblemente original), decía: “míralas, si se parecen a las pastorcicas de Fátima”, y de vez en cuando les llevaba algo de ropa usada. Doña María Eladia, beata donde las hubiera (fue camarera de por vida del Cristo de la Promesa, el que arrojaron al río los bárbaros del treinta y seis y lo sacó el rastrillador del salto y lo escondió en su leñera), le decía al padrastro de Pascualina, y padre de Águedica, que no hacía falta mandarlas a la escuela, pues allí, apacentando las borregas, gozaban de la protección de la Virgen María, y el Rojo, el pobre, ignorante y labrador del hambre, otorgaba con humildad.

Los leñadores, por aquel entonces, tomábamos todos los domingos el monte por asalto. La energía doméstica, aún, en gran parte, no era otra que la leña, y los caminos de la montaña se poblaban como senderos de hormigas. Gente de todas las edades: mujeres, niños, ancianos; todos, según podían, con su haz a la espalda (“nadie es capaz de cargarse como el Mudo”, decían unos. “El Mudo lleva más arrobas de leña que nadie”, comentaban otros). Entonces mis piernas, ágiles y vivas, eran todavía como columnas firmes, y cuando cruzaba el Puente Nuevo sobre el río, llevando el haz de rajas a la espalda, con mi pisar fuerte retemblaban los barandales, de modo que Paco el aforador, el que estuvo emboscado con la Partida de Fidel, exclamaba: “ahí viene el Mudo”, y se ladeaba un poco su gorra negra para rascarse la cabeza, nívea de cabellos canos. Pero Dios quiso más tarde (me lo aseguró Sor Inés) que viniera a parar a esta silla de ruedas; por eso a Lucas, el guarda forestal que comprendía bien nuestra miseria y hacía la vista gorda cuando cortábamos algún pino de los que amarilleaban por la copa, lo trasladaron un día a otro pueblo y llegó en su lugar el Bizco, implacable y sin alma, que nos solía quitar la herramienta carabina en mano. En la salita de espera del hospital, Sor Catalina, arrebujada en sí misma, estuvo rezando durante las horas estiradas. El murmullo indescifrado de un televisor, de los que hay que meter moneda para que funcionen, se estrellaba en la coraza espiritual en que se hallaba envuelta. En la sala de espera, de reducidas dimensiones, había colgados algunos cuadros de estampas impresionistas y, cada vez que la superiora levantaba la vista del regazo, se le llenaban los ojos de luz con la de un Sorolla, cuyas damas paseaban por la playa destellando albura.
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(Continúa)

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Cuentos del Rincón

Cuentos del Rincón es un proyecto de libro de cuentecillos en el cual he rescatado narraciones antiguas que provenían de la viva voz de la gente, y que estaban en riesgo de desaparición. Éstas corresponden a aquel tiempo en que por las noches, en las casas junto al fuego, cuando aún no existía la distracción de la radio ni el entoncemiento de la televisión, había que llenar las horas con historietas y chascarrillos, muchos con un fin didáctico y moralizante, pero todos quizá para evadirse de la cruda realidad.
Les anticipo aquí ocho de estos humildes "Cuentos del Rincón", que yo he fijado con la palabra escrita y puesto nombres a sus personajes, pero cuyo espíritu pertenece sólo al viento de la cultura:
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* Tres mil reales tengo en un cañar
* Zuro o maúro
* El testamento de Morinio Artéllez
* El hermano rico y el hermano pobre
* El labrador y el tejero
* La vaca del cura Chiquito
* La madre de los costales
* El grajo viejo
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Frases para la reflexión:

"SE CREYÓ LIBRE COMO UN PÁJARO, Y LUEGO SE SINTIÓ ALICAÍDO PORQUE NO PODÍA VOLAR"

"SE LAMÍA TANTO SUS PROPIAS HERIDAS, QUE SE LAS AGRANDABA"

"SI ALGUIEN ES CAPAZ DE MORIR POR UN IDEAL, POSIBLEMENTE SEA CAPAZ DE MATAR POR ÉL"

"SONRÍE SIEMPRE, PUES NUNCA SABES EN QUÉ MOMENTO SE VAN A ENAMORAR DE TI"

"SI HOY TE CREES CAPAZ DE HACER ALGO BUENO, HAZLO"

"NO SABÍA QUE ERA IMPOSIBLE Y LO HIZO"

"NO HAY PEOR FRACASO QUE EL NO HABERLO INTENTADO"