Mirando, bajo la lluvia mansa de media noche, la estatua esta de la agricultura, del escultor ciezano Salvador Susarte, que pusieron hace poco en la Esquina del Convento, le entra a uno un no sé qué de satisfacción y de calma... No sé si se han dado ustedes cuenta, pero no es lo mismo mirarla, recostada como está y con su cesto de fruta al brazo, a pleno sol o bajo un cielo agrietado por el viento, que verla, en su desnudez fría de piedra, bajo esta lluvia bendita y dulcemente machadiana. No es igual, se lo aseguro, contemplarla a las ocho menos cinco todas las mañanas de Dios, cuando va uno aprisa al trabajo, ni a las tres y diez, cuando vuelve, que a las doce del reloj nocturno de la iglesia de San Joaquín, bajo un cielo ventrudo y aterronado de nubes bajas, que parece derramase por gusto sobre las montañas y los tejados en una aguanieve fría.
La estatua esta de la agricultura –quizá debería tener algún nombre hermoso de mujer de Cieza, que a lo mejor con el tiempo iremos pensándolo, ¿no te parece Salvador?–, con la mano izquierda tendida siempre hacia la fuente que mana, mientras que con su derecha lleva asido un capazo de melocotones, da la impresión de agradecer generosamente el agua que corre y da la vida. El agua preciosa que en la ofuscación de las rivalidades ideológicas de las personas, ¡qué lástima!, nos niegan otros pueblos a los que les sobra. El agua que en la confusión trilera de los malabaristas de las promesas cuatrienales, se queda cada vez más lejos de nuestros fértiles campos. El agua que nos falta y nos faltará (¡ojalá me equivoque pronto!) para saciar la tierra agradecida, que devuelve ciento por uno al laborioso agricultor.
Pero esta noche llueve. Sobre el chorro estrepitoso de la pequeña fuente, sobre la minicascada artificial que se estampa en la roca, cernida en minúsculos copos cuajados por el frío, una lluvia constante cae para todos. Un agua del cielo que, hoy como ayer, es ley en los palacios del rey y en los campos que ara el buey (noches de Baeza…, ¡ay!, Antonio Machado). Pues la lluvia, tantas veces deseada en esta tierra, no hace distingos entre los que pactan la insolidaridad y los que sueñan con calmar la sed un día; no discrimina entre quienes niegan tres veces los deseos de abundancia, trabajo y distribución de renta para los pobres jornaleros, y quienes topan siempre con la conjurada estulticia del egocentrismo; la lluvia, en fin, como Dios, no tiene en cuenta los corsés ideológicos de los hombres que un día dejaron a un lado el sentido común y vagan encandilados por las palabras hueras.
La Estatua de la Agricultura da la impresión de agradecer generosamente el agua que corre y da la vida De manera que, mirando hoy la estatua de la agricultura –estoy seguro que precisa llamarse como cualquier mujer, Salvador–, y recibiendo en la cara esta lluvia querida, que a veces amaina un poco y se torna agua fina, pero que en seguida arrecia y no cesa en su repiqueteo musical sobre las losas áridas del suelo, se siente una paz extraña.
Imagino la Atalaya, la Sierra de Ascoy, el Almorchón…; la Sierra de Benís, la de la Cabeza, el Picarcho…; el Pantano del Quipar, los Losares, o la Sierra del Oro... Y pienso en los campos de cultivo empapándose de esta agua recaladera para los barbechos; e imagino los bancales de arboledas, donde millones de melocotoneros reciben esta lluvia con las ramas desnudas y abiertas como brazos desnudos y abiertos de mujer, como los de esta estatua pacífica y petreamente silenciosa, que, a pesar de la lluvia, o sobre todo bajo la lluvia, tienta con su mano abierta el caer, ¿quién sabe hasta cuándo?, del agua necesaria y querida.
En Cieza, aun con las doce campanadas de las doce, era viernes y veintiséis de enero del año dos mil siete.
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