En primer lugar deseo felicitar el año nuevo a mis lectores, y agradecer también su amabilidad a todas aquellas personas que me animan y me hacen saber, allá donde quiera que me ven, que “me siguen” semana tras semana en los artículos de El Mirador o que disfrutan leyendo mis libros. Va por ellos, por ustedes.
No ha sido por falta de ganas de escribir de un servidor el que la República de Cieza haya permanecido en silencio estas semanas atrás, sino por imperativo de las necesidades de espacios publicitarios de este semanario, ¡que no sólo de artículos de opinión se nutren y viven los periódicos! Ustedes comprenderán.
Mi abuelo compraba el tabaco picado de ca la Pilindra o del estanco de Quiles. Algunas cosillas por tanto se nos han quedado en el tintero estos días navideños, pues hasta San Antón pascuas son. Aunque más que para escribir, les confieso que era para llorar, el ver a esa madre, en Ecuador, ¡descalza de tan pobre!, recibir el cadáver de su hijo. Creo sinceramente que algún mandamás español, ante el fracasado intento de llegar a acuerdos con “la víbora” (la víbora no se domestica jamás; la víbora, o se le aplasta la cabeza o te acabará picando), y ante la traición terrorista contra la vida de dos humildes trabajadores de la América hispana, tendría que haber dicho que en esos momentos todos éramos ecuatorianos. Mas de estas cosas, que aún nos duelen, y de otras vergüenzas de desunión política frente al terrorismo (¡esto no pasa en ningún país del mundo!), no les hablaré hoy.
Hoy les quiero comentar, sin embargo, sobre algo tan insignificante como un inocente cartelito escrito a mano y pegado con Fixo al cristal del escaparate de una tienda de Cieza. En la tienda no sé qué venden, o mejor dicho, no me importa lo que vendan; qué más da. Está situada cerca de un local de esos del “bebercio” y del ruido “¡chim-pún-chucu-chú!”, donde acuden muchos chicos y chicas; y en el letrerito, evidentemente dirigido a la atención de los jóvenes que por allí deambulan, pone con letras mayúsculas escritas a boli en medio folio: “hay papel de fumar”.
Al verlo el otro día me vino a la cabeza cuando los fumadores liaban sus cigarros a mano, que yo, siendo un niño, me fijaba con gran atención en aquella habilidad. Mi abuelo, que usaba una petaca de piel de toro, de Ubrique, y un mechero de mecha, compraba el tabaco picado de ca la Pilindra, junto a la iglesia, o del estanco de Quiles, que estaba al lado de las Monjas Claras, en unos cartuchos o paquetes grandes que él llamaba “botes”, los cuales guardaba en una alacena de la cocina e iba gastando poco a poco. Y, por supuesto, compraba también sus librillos de papel de fumar de la marca Bambú, de los que siempre llevaba uno en el bolsillo del chaleco. Mas no va por ahí el asunto de que les hablo; ni mucho menos; ¡qué va!
Miren lo que les voy a decir, aunque parezca una barbaridad: yo comprendo a los “camellos”; los detesto, pero los entiendo. Su único afán enfermizo es el de repartir porciones de Satanás con tal de sacarse unos duros, que en la mayoría de los casos, por desgracia para ellos, van a gastar en contra de sí mismos. Comprendo a los traficantes; los maldigo en el fondo de mi alma, pero los entiendo. Persiguen obtener dinero fácil bajo el horrendo delito de echar a perder a la juventud. Comprendo también a los “tenderos del botellón”; me asquean, para qué les voy a decir otra cosa, pero los entiendo. Poseen la ambiciosa pretensión de hacer su agosto todos fines de semana (¡ojalá se lo tengan que gastar en botica!) vendiendo alcohol a los jóvenes, aunque su venta sea legal, ¡ojo!, y el zagal que pida y pague las botellas en el mostrador haya cumplido los dieciocho con el carné de identidad en la mano, otra cosa bien distinta es el resto de la pandilla que se emborracha indignamente. Los comprendo; les ciega la ganancia y van a por ella sin escrúpulos ningunos. ¡Pero, oiga, no comprendo el ofrecimiento del papel de fumar en una tienda que ni siquiera es del ramo! ¡Qué mísera ganancia la suya, qué ruindad tan roñosa, en el hecho de ahorrarles a los porreros el tener que andar dos manzanas más allá, donde hay un estanco!
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