Como les contaba la semana pasada, fue por vísperas de Navidad cuando acuchillaron a mi hijo una mañana. Desde entonces no hago más que darle vueltas a la cabeza sobre el sentido de nuestra existencia. (Bueno, huelga decir que quien les habla no es el tal Joaquín Gómez Carrillo ese, que se cree muy listo y firma el artículo como si fuera suyo, sino una marrana, una cochina, una cerda, una china; por si alguno de ustedes no se ha enterado todavía y anda haciéndose cruces).
Les decía que amaneció despacio, como si al día le costara soltarse de la telaraña de la noche. Entonces unos desconocidos vinieron a por él. Dospatas padre se había conchabado con ellos al parecer y entró el primero y le acarició detrás de la oreja, como Judas entregando a Jesús en Getsemaní. Chone, Chone, dijo soltando la soga de la estaca; y otro de los fulanos terció: ¡venga, que te vamos a dar un paseo!
Lo que sucedió a continuación fue insoportable para mí. Por lo visto, los dospatas organizan una especie de ritual entorno a nuestra muerte, una forma de comunión en la que participan de manera festiva. Lo oí y lo olí todo aquel día aciago. Nosotros tenemos mucho mejor oído y olfato que los dospatas y que muchos otros animales, incluido el perro, aunque unos tienen la fama y otros cardan la lana. A la casa llegaron dospatas de la vecindad, dospatas amigos y dospatas familiares, para vivir el acontecimiento de la muerte; y llegó también el gran sacerdote que iba a consumar el sacrificio (ellos le llamaban “el matachín”, que traía la herramienta en una capaza frutera, atada al portaequipaje de la bicicleta).
A Chone lo echaron sobre la mesa de la matanza entre cuatro o cinco dospatas a la voz de todos a una, pues pesaba sus ciento y pico largos de kilos; lo sujetaron fuertemente con una soga de esparto de varias brazas de larga y le dejaron la cabeza colgando por un extremo de la mesa. Sus gritos de socorro se me clavaban en el alma, pero qué podía hacer yo, sino volverme loca de espanto. La mesa, robusta y construida para tal efecto, la habían colocado en un ejido de la casa y los dospatas danzaban alrededor con risas y palabrotas. Entonces apareció ella, la dospatas madre, con un lebrillo grande, y lo colocó en el suelo, bajo la cabeza de mi hijo; y el matachín, con la naturalidad de quien no ha hecho otra cosa en la vida, le hundió treinta centímetros de acero buscando el corazón.
Con la naturalidad de quien no ha hecho otra cosa en la vida, le hundió treinta centímetros de acero buscando el corazón. Un manantial tibio, con las intermitencias de los latidos de la vida que se le estaba escapando a mi Chone, amenazaba a desbordar el lebrillo de barro. Ella, arrodillada, con su mano desnuda y su brazo arremangado por encima del codo, daba vueltas y más vueltas con el fin de evitar la coagulación. Luego los esfuerzos por escapar y los gruñidos de terror se le fueron apagando a Chone hasta que expiró.
Para cuando dejó de manar el surtidor de la sangre, mi hijo ya no pertenecía a este mundo. Entonces trajeron los hachones, pues en el tiempo de que les hablo no se conocía otra cosa más moderna, y le fueron chamuscando la pelambre hasta levantarle ampollas; después con agua caliente y piedra pómez le frotaron hasta dejarlo limpio como un sol. Le cortaron la cabeza de un tajo, lo abrieron en canal y varias de las dospatas se fueron hasta el pilón del aljibe con todo lo que tenían que limpiar del derecho y del revés metido en dos barreños de cinc.
El matachín cortaba las piezas como si estuvieran marcadas por un patrón: los perniles, los lacones, las pancetas, los lomos, las mantecas, los solomillos… Con lo sobrante hacía tasajo, que molía en un molinillo de mano y mezclaba con las especias, la cebolla cocida y la sangre del lebrillo. Después iba llenando los metros de tripa que habían limpiado ellas en el pilón del aljibe y con un bramante ataba las morcillas, las butifarras, los chorizos, las longanizas, las salchichas, los blancos… Al mismo tiempo, con la corada, habían hecho una sartén grande de gachamiga dura, en la que todos metían mano, dándole buenos tientos al porrón del vino.
Al final del día, la dospatas madre, reventada de trabajar, se hallaba satisfecha, pues la matanza del cerdo era necesaria para remediar la economía pobre de la casa. A los invitados los despidió con un presente en vuelto en papel de estraza y a mí me llevó un berbajo de harina y dos alpadas de maíz. Toma Chona, dijo, rascándome la barriga.
Yo (ustedes me contarán qué voy a hacer), por más vueltas que le doy, he decidido tomar la vida como viene, pues hay cosas que se ve que están de Dios.
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