La noche antes del día en que iban a matar a mi hijo al amanecer, ya notaba yo un olor extraño proveniente de la casa de los dospatas, donde se advertía cierta agitación de ir y venir, de limpiar cachivaches o de mudar trastos de un sitio a otro. Luego caí que se trataba del olor picante de las especias y el de la cebolla cocida; nada del otro mundo, pensé; cosa sin importancia, ya que ellos tenían gustos culinarios un poco raros.
A Chone (así era como llamaban a mi hijo los dospatas), que lo tenían atado a unos pasos de donde yo estaba, no le habían dado alimentos durante el día anterior a la desgracia; quizá ellos tuvieran razones que se escapaban a mi entender; en cambio a mí, ignorante como él todavía del triste desenlace, me trajeron una suculenta ración de mi comida favorita: pasta de harina integral de cereales con picatostes de verdura, además calentita: una gloria para el cuerpo en esos días fríos de diciembre, vísperas ya de la Navidad. En honor a la verdad tengo que decir que ella, la dospatas madre, me solía tratar con cariño: las comidas a sus horas, el agua limpia para beber y la cama, aunque en el suelo, siempre en condiciones para poder dormir a gusto. Además, cada vez que se acercaba por allí le gustaba echar alguna parrafada con migo: que si esto, que si lo otro, dándome palmadas en la barriga o en el pescuezo; claro que con ese lenguaje articulado que tienen los dospatas, ¡que ni pa dios se entiende!, lo único que podía pillarle era mi nombre: Chona.
Era la primera vez que me enfrentaba a semejante tragedia, háganse ustedes cargo de mi dolor de madre. De los ocho hijos que tuve, que no estaba nada mal para una primeriza, los dospatas me dejaron sólo uno: mi Chone. A los demás se los fueron llevando por hache o por be, sin ninguna explicación lógica. Se ve que tenía que ser así, qué le vamos a hacer. Los dospatas lo hacían todo a su manera y una tenía que resignarse a lo que viniera. Ellos, por cierto, formaban una familia; yo los conocía bien: el padre dospatas andaba siempre con las mulas: ¡booo!, ¡arre!, ¡sooo!, ¡ceja atrás, Lucera!, ¡arrímate pa’ llá, Capitana! Pero algunas veces nos visitaba y adecenta nuestro espacio; a veces nos palmeaba la espalda, nos pasa la mano por la barriga o nos hacía cosquillas en los ijares, se ve que tentándonos a ver cómo andábamos de carnes. La madre se preocupaba más del avituallamiento en general; y los dospatas hijos, que eran tres, no nos tomaban mucho en cuenta, a ellos les hacía más gracia correr tras los animales sueltos del corral y dejarse adular por el perro.
Y ¡zas!, a lo vivo le dio un tajo y le arrancó sus dos motivos de orgullo masculino, después los echó en un plato que había traído ella. A mi Chone (la única familia que yo poseía, pues su padre fue un profesional del sexo, ya me entienden, al cual me llevaron cuando salí en amor, jovencita y sin saber nada del mundo: pon, pon, pon, y si te vi, ya no me acuerdo) me lo desgraciaron por primavera. Antes, él había gozado de libertad para corretear de un sitio a otro, y, aunque jovencito, ya mostraba con cierto orgullo sus cosas de macho. Pero un día apareció por allí un dospatas extraño, de mirada torva y con una navaja cabritera en la mano. Les juro que por un momento me temí lo peor; pero no, lo agarró con saña de las orejas al pobre hijo mío, se lo metió entre sus patas, atenazándole hasta cortarle el resuello, y ¡zas!, a lo vivo le dio un tajo y le arrancó sus dos motivos de orgullo masculino, después los puso en un plato que había traído ella (la dospatas madre dijo entonces que se los iba a hacer a la brasa a su marido, por aquello de “de lo que se come se cría”, y rieron todos).
Lo pasó muy mal el pobre. No quería tomar alimentos. Cayó en tal depresión que no respondía a mis llamadas y a mis voces de ánimo, pues a partir de entonces fue cuando lo ataron allí cerca y comenzaron a llamarle su nombre: Chone. Mas dos o tres semanas después, pareció renacer de sus cenizas: le entraron unas ganicas de comer, que siempre estaba rosigando alguna cosa. Pero yo, por desgracia, me di perfectamente cuenta del cambio, aunque no quise mentarle nada para no herirlo en su amor propio: se le atipló la voz, se le apaciguaron las ansias, y empezó a echar kilos hasta notársele un amaneramiento ridículo y poco viril en su caminar (los dospatas, fíjense qué tontería, dicen de nosotros, que hasta los andares les gustan).
(Continuará)
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