¡Hay que ver cómo se le quedan a uno las cosas en la cabeza cuando es un crío! Pues no que me he acordado ahora de las hadas madrinas de los cuentos. (Bueno, y con esas qué nos quiere usted decir: toda la vida es cuento y los cuentos, cuentos son). No, no; si de lo que yo me recuerdo es de la forma en que me los contaba mi abuela y de las palabras antiguas que usaba en su relato. Pues un cuento, contado a uno por su abuela cuando uno es niño, permanece en la memoria como un diamante: para siempre.
No es lo mismo ser bueno que ser justo; y muchas veces no basta con ser bueno: ¡hay que ser justo! Mi abuela, analfabeta profunda, a eso que las hadas usaban por herramienta de trabajo, no le decía “varita mágica”, pues en su boca de mujer decimonónica (ella confesaba su edad como una suma irresuelta de tiempo: “yo tengo tantos años de este siglo más tantos años del siglo pasao”) hubiese sonado a pura ñoñez, sino que la llamaba “varica virtudes”. Con ella, estos omnipotentes seres de fantasía, tocaban cualquier cosa y ¡zas!, materializaban los deseos en un santiamén, que siempre eran justos y buenos (no es lo mismo ser bueno que ser justo, eso ténganlo en cuenta; y muchas veces no basta con ser bueno: ¡hay que ser justo!).
Bien, como les decía, dándole vueltas a la cabeza sobre qué les iba a contar esta semana (porque anda que no le da uno vueltas a la cabeza en esta república: no escribiré sobre esto, no vaya a ser que tal; no escribiré sobre aquello, no vaya a ser que cual…), y con todo el trajín éste, además, de Seseña, de Telde, de Marbella, y con tantos genares trincando guita a calzón quitao al arrimo del ladrillo, pues me vino al magín aquello otro de los poderes mágicos de las hadas (de dónde si no, el menda ese marbellí, que a lo mejor hasta le echa peste la boca, iba a convertir a la “viuda de España” en su querida; por cierto, se está perdiendo esa estupenda palabra: “querida”, cuyo erotismo plebeyo, en tiempos pasados, llegó a traer de cabeza hasta al mismísimo rey).
Pero a lo que vamos. Me pongo yo, un suponer, en el lado de ese cargo público sin rostro (o con el rostro tan duro como el cemento armao) que posee en sus manos la varica virtudes. (¿Se acuerdan cómo el hada madrina de la Cenicienta hacía ¡zas!, y convertía unas tristes calabazas chirigaitas en carroza de oro, y después hacía ¡zas! otra vez con su varica, y transformaba a unos ratonzuchos de nada en corceles?, no en caballos corrientes, ojo, sino en “corceles”, que eran ya la acabose del lujo palaciego).
Pues les digo: yo cargo público, un suponer, que no soy etéreo ni habito la región feliz de la fantasía de los cuentos contados a los niños, sino persona mortal de carne y hueso, poseo sin embargo, ¡oh maravillas de la política de los pueblos de España!, mi varica virtudes (no confundir con el bastón de mando, muy utilizado en desfiles procesionales u otros fastos), y con ella tengo poder para materializar deseos. En principio deseos ajenos; ejemplo, usted tiene unas fanegas de tierra que no valen ni para criar salicornios, que además las ha comprado por cuatro perras, con más idea que un toro, pues yo, en aras de la generosidad y la buena amistad que nos une, toco con mi varica virtudes que me otorga el cargo y las convierto en parcelas para construir chalés a precio de oro. Pero claro, a diferencia de las hadas, que pululan en el limbo feliz de los cuentos, libres de las necesidades, debilidades y vicios del mundo, yo (cargo público, un suponer siempre) le cojo el gusto al poder y su erótica, y me digo: si puedo hacer munchimillonarios a otros sin esfuerzo alguno, amor con amor se paga, ¿o no?; por qué no recibir entonces algo a cambio, y ahí es donde vendo mi alma al diablo.
.
No hay comentarios:
Publicar un comentario