¿Han leído ustedes “El señor de las moscas”, de William Golding? Léanlo luego, cuando tengan un rato libre; se sorprenderán de cómo pueden reaccionar unos niños en circunstancias muy especiales.
¡Bien por la escultura!, iba a decir, que han colocado junto a la plaza de toros. Desde luego, nada más sugerente y traído al pelo que la cabeza de un cornúpeta en ese espacio que el Ayuntamiento ha adecentado al fin para uso público al lado de “La Deseada”, obra del arquitecto Justo Millán, de principios del siglo pasado (lástima que ésta, desde hace años, mantenga ese aspecto entre cochambrosa y a medio remozar; como si se le hubieran acabado las perras al dueño y hubiese tenido que despedir a los albañiles).
Pero como en eso del arte escultórico –me disculpo–, uno es lego, y sobre la esencia picassiana de la tauromaquia no es capaz de emitir juicio que merezca la pena, recurro al aspecto humano de su autor, el artista ciezano Salvador Susarte. Y como me cabe el honor de haber compartido con él la afición por el montañismo cuando éramos más jóvenes, echo mano de un recuerdo que guardaré siempre con cariño en la memoria.
Por el año 1971, el grupo GECA de espeleología era un referente juvenil en Cieza Por el año 1971, el grupo GECA de espeleología era un referente juvenil en Cieza (la OJE había logrado a nivel nacional aglutinar y canalizar muchas de las aficiones y aspiraciones de la juventud en los pueblos y ciudades). Por entonces estaban en el grupo, si la memoria no me falla: J. Salmerón Llamas, Juan L. Sandoval, Manolo Dato, Antonio Salmerón, Pascual Yuste, Salvador Susarte, Manolo López, José Contreras, Paco Cano, Pepe Hurtado y Eduardo L. Pascual. Luego, en otoño de ese año, quisimos entrar al GECA cuatro nuevos componentes: Pascual Salmerón, Natalio Rubio, Pascual Lucas y un servidor de ustedes.
Los veteranos entonces, poseedores ya de los secretos de las cavernas (recientemente habían descubierto y explorado con gran éxito la “Cueva del Puerto”, hoy abiertas al público algunas de sus galerías), nos hicieron pasar un cursillo sobre teoría y práctica de este fascinante deporte. Aprendimos a rapelar con cuerdas de nailon, a subir y bajar por escalas de acero con peldaños de aluminio, a utilizar las primitivas instalaciones de luz con carburo de minero, casco de albañil y goma de butano, y a reconocer todo tipo de formaciones rocosas dentro de una cueva; nos enseñaron también a levantar planos de las grutas con la ayuda de una brújula, a identificar la fauna que se esconde en las cavernas y, sobre todo, a ser espeleólogos conscientes del riesgo, a amar la aventura y la naturaleza, y a disfrutar de la amistad y la camaradería en el corazón de las montañas.
Pero además pusieron una condición, antes de ser admitidos nosotros al grupo de espeleología con plenos derechos: salir los cuatro en la cabalgata de reyes; y no de pajes, príncipes u otras zarandajas, no: ¡de negros!; de negritos con una antorcha encendida en la mano. No había elección y la montaña tiraba mucho, de manera que nos dejamos hacer. Y de ahí mi recuerdo indeleble una tarde de enero de 1972 en la “fábrica de los ajos” del Maripinar, vestido con el atuendo pertinente para el desfile y Salvador Susarte, siempre con su buen humor que lo caracteriza, brocha en mano, dándome pasadas de betún en la cara hasta ponérmela como un adefesio.
Ah, ¿que por qué les decía al principio lo del libro “El señor de las moscas”? Porque el tótem o “Señor” (de las moscas), en la magnífica novela de Golding, no es otra cosa que la cabeza de un marrano pinchá en un palo.
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