Hay una canción de Serrat, maravillosa, que empieza así, como el título de éste artículo. Pero no. De lo que les voy a hablar hoy un poquico es de un libro que he leído; interesantísimo, por supuesto. Y como la cosa del politiqueo nacional se encona cuando se aproximan elecciones, y cuanto más los oigo (a los políticos), más quiero a mi perro, pues por hablar de otra cosa, les voy a llamar a ustedes la atención sobre un libro. Por eso y porque me apetece hacer uso mínimamente del poder que me otorga la escritura, que en modo alguno es coercitivo con las personas ni se parece en nada al que proviene del dinero, de las armas o de la política, los tres enemigos de la inteligencia.
Poder de dioses es el de crear mundos dentro de éste, el de convertir la escritura en herramienta de las ideas y el de utilizar el don de la palabra para la arquitectura de la libertad. Y si hablamos de imaginación, de inteligencia y del placer honesto de levantar edificios literarios, hablamos, por qué no, de José Saramago, el premio Nóbel portugués afincado desde hace años en Canarias. Su libro, del que les hago referencia, “Las intermitencias de la muerte”, el último que acabo de leer.
Saramago tiene esa gracia de retorcer lo cotidiano y convertirlo en trascendente Sensible, profunda y sabia es esta obra. No es libro que se pueda leer de corrido. Muchos párrafos, y a veces páginas enteras, conviene darles una segunda pasada para sacar el doble de su contenido. Saramago tiene esa gracia de retorcer lo cotidiano y convertirlo en trascendente, de poner en tela de juicio acciones y sucesos que consideramos ineludibles por repetidos, de plantear el “qué pasaría” si sucediese esto o lo otro. Qué pasaría si en un país se quedase todo el mundo ciego. Qué pasaría si toda la gente votara en blanco. Qué pasaría en un país si de la noche a la mañana no muriese nadie. Qué pasaría si la muerte, con un plazo de antelación, avisara por correo a cada persona mediante sobres color violeta.
En “Las intermitencias de la muerte” se desarrollan dos ideas principales: el trastorno de la organización política y religiosa en el país afectado y la relación que la propia muerte, personificada más tarde en mujer, mantiene con un hombre que ignora su destino. Esta última parte es de una sensibilidad inigualable: cómo ese hombre, solitario, inocente y confuso, puede representar al género humano; y cómo la muerte, fin obligado de todo ser vivo, puede resumir lo inexorable y frágil de la vida (pues la verdad es que no sabemos a ciencia cierta si la vida es sólo un paréntesis en la muerte, o la muerte es un puente entre orillas de la vida).
En el libro de Saramago hay un momento en que, por unas circunstancias imprevistas, la figura trágica de la muerte abandona las soledades frías de la eternidad, el hábitat sobrecogedor en los sótanos del mundo donde mora desde que la vida es vida, o la muerte es muerte, que lo mismo da, y se acerca al hombre, al ser despreocupado que hace planes para el mañana; y entra en su casa, en su alcoba, lo acompaña a su trabajo; no con la habitual intención de mandarlo al otro barrio, sino con la maravillosa y humana curiosidad, casi con la sana envidia, de descubrir el tesoro del vivir, que nosotros, por estar vivos, no apreciamos. No les desvelo el final. Léanlo; no les hará ningún daño. Porque para lo que da de sí la obcecada actualidad, repartida a los hogares en forma de torpes raciones televisivas, vale más hacerse con una buena novela, cuya ficción (realidad en potencia, no lo olviden), nos encienda por un rato las candelas del entendimiento.
.
No hay comentarios:
Publicar un comentario