Esta “república” tiene tomada postura en relación con las migraciones que se producen desde los países paupérrimos (con gobernantes riquísimos, o corruptos, o tiránicos, o las tres cosas en una) de África hacia la rica y engreída Europa, siendo España y sus islas destino inmediato de estas personas pobres, que no siempre pobres personas. (Vease “Migración, versus ósmosis”, El Mirador de 5 de agosto, 2006).
La opinión de esta “república” en cuanto a las oleadas, cada vez más insistentes, de moros arribando al puerto de los cristianos (las minúsculas van con todas las de la ley), quizá les parezca algo sui géneris, es decir, difícilmente encajable en las corrientes del discurso político que se oye por los medios. Están ustedes en lo cierto: esta “república”, libre-pensante (o libre, pensante), no está sujeta a disciplina ideológica; y si por casualidad, sobre un tema puntual, su opinión se parece a la que predican los unos, o se asemeja a la que proclaman los otros, no es más que pura coincidencia.
De manera que respecto a esos hombres y mujeres, que abandonan su país, su casa y sus seres queridos en uso del legítimo derecho personal que tiene todo ser humano a progresar en la vida, los cuales prefieren las migajas en tierra extraña a la miseria y la injusticia en la propia (su miseria particular deriva casi siempre de una injusticia global), esta “república” se posiciona en que nadie debe “condenar” a nadie a permanecer dentro de unas fronteras ni fuera de unas fronteras. Pues quizá algunos debamos ser un poco menos ricos, para que muchos puedan ser un poco menos pobres.
Mas como el asunto de los inmigrantes norteafricanos (“moro” viene del latín “maurus”, y lo digo concediendo a estas personas la misma dignidad que a mí mismo), con su “efecto llamada” y su “efecto huída”, que no es otra cosa que “el hambre y la gana de comer”, está hoy en día en primera línea informativa, y, tanto la oposición como la “oposición de la oposición”, gastan la pólvora en salvas, dando una en el clavo y tres en la herradura; y como quiera que socialmente se extiende cierta inquietud por tanto cayuco repleto de seres exhaustos llamando a nuestra puerta del bienestar y del consumismo, voy referir un hecho que pasó en Murcia hará como ocho o diez años, del que fui testigo directo.
Fue un accidente de tráfico y ocurrió en torno al medio día, junto a los jardines del Plano de San Francisco o Paseo del Malecón. Yo había estacionado el coche allí mismo mientras hacía unas compras, y, cuando me disponía a venirme a Cieza, en la misma carretera que va del Mercado de Verónicas hacia la autovía, a la cual me iba a incorporar, se produjo el atropello de un peatón (la verdad es que no recuerdo bien si el hombre, de unos cincuenta y tantos o sesenta, iba en una bicicleta o una motillo de esas ligeras). El caso es que subí mi coche sobre la isleta para no estorbar el paso y acudí el primero al accidentado, el cual yacía en el suelo sin conocimiento. El causante del impacto, un muchacho joven que conducía un furgón grande, detuvo éste algo más adelante y, llorando porque pensaba que quizá lo había matado del golpe, no tenía valor para arrimarse.
Aún no se había extendido la plaga de los móviles, por lo que a la primera persona que vi cerca, le pedí que fuera a llamar una ambulancia desde uno de los comercios que hay a pocos metros. Mientras tanto (reconozco que no tengo mucha idea de primeros auxilios), pude comprobar que el accidentado se encontraba vivo tomándole el pulso, y las hemorragias, sobre todo en la cabeza y la cara, no eran alarmantes. El hombre estaba boca abajo, y, por si servía de algo, comencé a tocarlo y decirle que se tranquilizara, que ya venía de camino la ambulancia. En seguida llegaron otras personas, que como es normal, cada cual daba su opinión de lo que se debía hacer o no hacer con el hombre inconsciente y sangrando en mitad de la carretera. Yo le mantenía cogida una muñeca comprobando que su corazón seguía latiendo de forma constante, y le tranquilizaba con el contacto y con palabras, aunque no estaba seguro de que me oyera.
Alrededor había ya bastantes personas, en espera de que llegase pronto el socorro pedido: una ambulancia, un médico o lo que fuese, pues esas esperas se hacen eternas. Y mientras el suelo se iba tiñendo con la sangre que resbalaba por la cara del hombre (tenía su cabeza vuelta hacia un lado y apoyaba su sien directamente en el rugoso asfalto), llegó por allí un moro; pasaba o deambulaba por allí. Era un moro joven y alto; seguramente un moro marroquí de esos que vemos por todas partes, y que muchas veces nos preguntamos si trabajan, dónde viven o cómo se mantienen. El caso es que el moro también se arrimó al accidentado, y entonces hizo algo que me sorprendió: se quitó la cazadora que llevaba puesta, de color claro, la dobló y, levantándole al hombre la cabeza ensangrentada con una mano, le puso debajo su cazadora en forma de almohada.A todo esto, el accidentado comenzó a volver en sí; y una mujer que pasaba, se arrimó y dijo “soy médico”. Me incorporé entonces, atravesé el corro de gente, me subí a mi coche y me vine al pueblo.
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