Qué cosas tien’ usté, Don José. Ahora ya, que vengan bombas.
¿Cómo es posible que un ejército como el de Israel, terriblemente armado hasta los dientes, esté pulverizando a placer ciudades, carreteras, puentes, aeropuertos, sistemas de comunicación, etc., de ese pequeño país que es el Líbano y nadie diga basta? ¿Cómo es posible que un ejército tan poderoso como el de Israel, con todo su potencial de muerte y destrucción, esté machacando sin problemas a una población civil cada vez más acorralada y más desamparada sin que nadie diga “No” a esa guerra?
Pues sí, lo está haciendo; y a fecha de hoy ni las Naciones Unidas, ni la Unión Europea, ni los estados que podrían pararle los pies, tienen mucho interés en hacerlo. Es cierto que el gobierno libanés ha sido permisivo y complaciente durante años con una organización “religioso-militar” o “religioso-terrorista” como Hezbolá, la cual ha crecido peligrosamente en el sur del país, se ha armado en contra de Israel (todos los países islámicos de la zona están en contra de Israel, cuya religión monoteísta es la más antigua del mundo) y ha tomado cuerpo social, con su milicia disciplinada y todo, como si fuera un estado dentro de otro estado.
Es cierto que los judíos (Israel significa “pueblo de Dios”, cuya tradición belicosa queda patente en el Antiguo Testamento) se encuentran en hostilidad permanente con sus vecinos desde la “moderna” creación del Estado de Israel en 1948 (al día siguiente de su creación Egipto le declaró la guerra), y es cierto que los judíos tienen derecho a defenderse del terrorismo fundamentalista musulmán, cuyos ataques (acuérdense de los trenes del 11-M en Madrid) son de una crueldad sin límites. Pero eso no les da derecho a masacrar inocentes de forma impune; ¿o es que ya no se acuerdan lo que hicieron con ellos los nazis en el gueto de Varsovia?
Ahora bien, me asombra la indiferencia con que están afrontando este estallido bélico los colectivos pacifistas, los círculos culturales, los artistas –en especial los cinematográficos–, y otros agentes sociales tan “belicosamente” antibelicistas en la última guerra contra Iraq. Es cierto que tampoco hicieron mucha campaña en contra cuando la Guerra del Golfo, promovida por Bush el Viejo y apoyada activamente por el gobierno español; ni se molestaron en exceso cuando la OTAN (siendo Solana su secretario general) ordenó tirarle bombas a los serbios hasta en el carné de identidad, con la participación activa del gobierno español; ni se manifestaron mucho en contra tampoco cuando el aplastamiento de Afganistán, promovido por Bush el Joven y el acuerdo del gobierno español; ni, por supuesto, ni Dios se acuerda de las guerras olvidadas de África (que se maten esos negros, pensarán). Pero en cambio, con la última guerra de Iraq, promovida, cómo no, por Bush el Joven, con la aquiescencia una vez más del gobierno español, sí que hubo una movilización en toda regla. Este país nuestro vibraba entonces de concentraciones populares. No hubo pueblo o rincón donde no surgieran airadas pancartas con el pacífico lema del “No a la guerra”; se repartían pegatinas, se leían manifiestos, se recitaban poesías, se voceaban insultos, se enarbolaban banderas aconstitucionales y se fletaban autobuses para engrosar manifestaciones en las capitales. Todo para hacer reflexionar a los atacantes y acallar los fusiles homicidas; o eso parecía.
No obstante, creíamos que había surgido en la población una nueva sensibilidad contra el atropello de las armas; una esperanza de solidaridad para con las personas de aquellos países víctimas de las bombas y los tanques; o eso parecía. Creíamos que había nacido una nueva cultura que detestaba resolver los conflictos a tiros; o eso parecía.
Aunque les voy a hacer una confidencia: en una de aquellas concentraciones que se hacían aquí en la Esquina del Convento, pregunté inocentemente a uno de los convocantes: “¿Crees tú que estos actos (100 ó 200 asistentes habríamos allí) pueden hacer reflexionar al Bush ese y a sus generales?” –“No, me respondió, pero jodemos a este gobierno” (al de Aznar).
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