Esta semana pasada no, la otra, mi amigo Bartolomé Marcos hizo en su artículo un acertado parangón de la invasión de los bárbaros del norte (por cuya causa, entre otras, cayó el Imperio Romano) con la “invasión de los bárbaros del sur”, en referencia a la actual migración que no cesa desde los países pobres con gobernantes ricos de África hacia la engreída Europa.
No sólo estoy de acuerdo con tal punto de vista sobre este problema, acuciante para quienes creíamos haber inventado la sociedad del bienestar o estábamos en vías ello, sino que filosofando a la pata la llana intento ir un poco más lejos en la compresión y análisis del asunto. Así que comparo estos desplazamientos de población por causas socioeconómicas con el fenómeno de la ósmosis. ¿Qué es eso?, dirán algunos de ustedes. Pues es algo que se da en física y química, y básicamente consiste en que si colocamos dos disoluciones, una más concentrada y otra menos concentrada, separadas por una membrana, se producirá un flujo natural del líquido que intentará pasar a través de dicha membrana desde la más diluida a la más concentrada, hasta que se igualen ambas y se logre el equilibrio. (La ósmosis, por otra parte, es algo que está presente en la fisiología de los seres vivos e interviene en muchos procesos industriales; por ejemplo, en las plantas desaladoras, “pro-metidas” por el Gobierno gobernante como sucedáneo de la interconexión de cuencas fluviales para llevar el agua desde donde sobre a donde falte).
Bien, continuando con el símil de la ósmosis, y teniendo en cuenta que, al igual que en las disoluciones químicas, los flujos poblacionales pugnan por pasar de una sociedad más “diluida” socioeconómicamente hablando hacia otra más “concentrada” o rica, podemos teorizar que “la presión migratoria ejercida sobre un punto fronterizo (valla de Melilla, Estrecho de Gibraltar, Mar de Canarias, etc.) es directamente proporcional a la cantidad de miseria per cápita en un lado de la frontera y al efecto paraíso de perros atados con longaniza en el otro lado.”
Y abundando un poco más en esta “teoría de andar por casa” sobre la “ósmosis” natural de las masas migrantes en busca del derecho al progreso de los individuos, se puede llegar incluso a pensar en una solución definitiva de lo que, según parece hoy por hoy, solución no tiene. Consistiría en dejar permeables nuestras fronteras, es decir, que pase todo el mundo; sin miedo, pues no va a venir aquí África entera como los alarmistas temen y seamos tantos sobre esta sufrida piel de toro que tengamos que dormir de pie; no; sólo van a entrar inmigrantes hasta que nos igualemos con sus países de origen en la pobreza o en la humildad, que es donde únicamente son posibles las igualdades de las personas, además de en la muerte, claro.
En ese punto socioeconómico, lo mismo que pasaba con el equilibrio osmótico de las disoluciones, cesarán de llegar personas muertas de hambre, muertas de injusticia o muertas por conseguir un sueño (no sé a ustedes, pero a uno se cae el alma al suelo viéndolas por la televisión con el futuro perdido de antemano y casi desnudas, “como los hijos de la mar”). Entonces ya no habrá que levantar costosas y vergonzosas vallas para defender nuestra despensa (cómo será de vergonzosa la valla esa de Melilla, que hasta los norteamericanos le han echado el ojo y quieren importarla para ponerla en la frontera con México); no habrá que vigilar las costas ni recoger cayucos a la deriva en alta mar; no habrá que rescatar pateras con fiambres; no habrá que dedicar diariamente un montón de guardiaciviles al desembarco de seres humanos exhaustos, procedentes del tercer mundo con destino al cuarto. En ese punto de equilibrio de la “ósmosis migratoria” España dejará de ser ya objetivo preferente de “apátridas voluntarios”, los cuales prefieren las migajas en tierra extraña a la resignación perenne y a la enfermedad de la pobreza en su tierra.
Pero antes ha de transcurrir aquí un proceso largo de “inversión social”; una especie de retroceso en la máquina del tiempo; una precarización de todos los sistemas sociales; un tocar a menos, ¡a mucho menos!, en el reparto de la tarta de la prosperidad nacional, que creíamos propia por ser fruto de nuestro trabajo y de nuestro esfuerzo por crear un “Estado social y democrático”. Y cuando España y Marruecos (por poner un caso de dos países con tantas cosas en común) se parezcan como dos gotas de agua (aunque con una diferencia fundamental, ojo: allí el Mojamé ese, que además es el “jefe religioso” y los generales se le tiran al suelo de rodillas, posee riquezas para parar un tren y no hay nadie que le tosa), habrá cesado la preocupación de los políticos por contener las avalanchas del hambre.
Y ya, cuando “Melilla Acoge”, “Murcia Acoge” o “Las Chimpampas Acoge” no puedan acoger más, no habrá por qué preocuparse; pues para entonces todos oleremos igual, que al fin y al cabo no es más que una característica tribal de pertenencia y de aceptación.
No hay comentarios:
Publicar un comentario