El Cine Capitol a punto de ser restaurado |
Ya por el año 2000 parecía que la cosa iba de veras, que la Administración del Estado estaba dispuesta a apoquinar un puñado de millones (de las aún pesetas) y por fin se iban a llevar adelante las obras de reacondicionamiento del Cine Capitol; pero, ¡oh casualidad!, en el quítate tú que me ponga yo de la vuelta de la tortilla, en el todo lo tuyo no vale y lo mío sí y en el tiempo perdido de encargar y presentar un nuevo proyecto en los Madriles, se torció el carro y ahí está, ¡como la Puerta de Alcalá!
Por eso, si ahora la Administración Regional (aunque sea con oportunismo electoralista, ¡qué más da!) se echa para adelante y subvenciona las reformas necesarias para abrirlo de nuevo al público, ¡loado sea el Señor! Porque la verdad es que parece mentira que un cine de esas dimensiones, orgullo que fue en sus tiempos de los ciezanos, se mantenga cerrado, sin uso público y deteriorándose.
El Capitol, en el recuerdo de varias generaciones de este pueblo, ha sido algo más que un cine. Entonces, cuando no estaba extendido en la juventud el vicio del alcohol, cuando no se habían importado todavía los bares musicales o los pubs, cuando aún se tenía conciencia de que beber por beber en la nocturnidad del Jardín del Puente de Hierro o en la sordidez de los terraplenes de la Ermita era cosa indecente, cuando no había locales de juegos recreativos (salvo los futbolines del Solar de Doña Adela) ni discotecas (¿se acuerdan cuando pusieron “La Sapporo”?, ¡qué novedad!), el ocio bien entendido, el pasarlo bien, el aprovechar el tiempo libre, significaba ir al cine y ver una buena película. Evidentemente aún no se había inventado tampoco el “vídeo” doméstico, ni mucho menos el “deuvedé”, y como mucho había algunas docenas de televisores en blanco y negro en el pueblo, en los cuales sólo se podía ver un canal –la primera cadena, cuya señal de VHF procedente de Aitana se interfería todos los veranos con la televisión argelina–, y además funcionaba nada más que a unas horas determinadas del día: por las mañanas, carta de ajuste; y a las doce de la noche, el himno y a acostarse.
Entonces había tres cines en el pueblo, proyectando películas todas las noches, pero el Capitol era un lujo de teatro. Decían que era de los más grandes de España. Cuando los domingos salía la gente de cada función (normalmente echaban tres funciones: a las cuatro, a las seis y a las diez, con llenazo hasta la bandera), la calle Doña Adela se convertía en un río humano que inundaba la Plaza de España. Pero más que por su aforo, aunque también, el Capitol era un local importante por su acondicionamiento interior, su decoración, su calidad de imagen y sonido y su exquisitez; sus cantinas o cafeterías, su inmenso patio de butacas y su gran sala de espera; ¡hasta guardarropía, por si alguien necesitaba dejar la gabardina o el abrigo largo, tenía el Capitol!
Ahora se ha perdido aquella cultura cinematográfica, y, posiblemente cuando lo reformen, si es que esta vez va en serio, ya nada será igual; como nosotros, los de entonces, que aunque no lo creamos tampoco somos los mismos. Pero así es la vida, unos tiempos traen otros… “y lo mismo que nosotros, otros lo disfrutarán”. Mas lo importante es que se aprovechen los recursos culturales y de ocio para el pueblo y que no tenga la gente que viajar a Murcia ex profeso para ver una película, mientras ese magnífico inmueble, propiedad de todos los ciezanos, está ahí muerto de risa.
¡Qué bien que algún día podamos volver a decir: vamos al Cine Capitol!
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