Ahora lo he comprendido. Fíjense ustedes, han tenido que pasar más de cuarenta años y estropeárseme el puñetero ordenador cuando más falta me hacía (es la ley de Murphi), para que me diese perfecta cuenta de lo que es el cuerpo y lo que es el alma. Y digo que ha tenido que pasar ese tiempo porque no hará menos que aún venían los “padres misioneros” a predicar al pueblo, a la iglesia mayor, y, desde lo alto del púlpito, echaban unos sermones encendidos que convencían hasta las piedras. Entonces, siendo yo apenas un crío, cuando las cosas se quedan grabadas para siempre en la memoria, oí la terrible explicación que uno de aquellos curas dio un día sobre las diferencias entre el cuerpo y el alma en los seres humanos.
Los misioneros aquellos, qué duda cabe, sabían manejar bien su herramienta: poseían el verbo cálido, las palabras escogidas, las frases claves, los ejemplos comprensibles para el vulgo; sabían modular a la perfección el tono de su voz, poner dramatismo, comunicar veracidad, captar la atención y, llegado el momento, pasar al histrionismo o la teatralidad. Sus homilías, como no podía ser de otra manera, estaban sustentadas por pasajes bíblicos, y, dependiendo del tema se centraban de forma repetida sobre una frase, un nombre o un contenido, preferentemente evangélicos. Es decir, si tocaba hablar de la Justicia divina y del rigor del castigo eterno a los pecadores, redundaban sobre aquellos versículos del evangelista Lucas en que se narra el pasaje de “Lázaro el mendigo y el rico opulento”, que, muertos ambos, el primero va al “seno de Abraham” y el segundo al “hades” (a los infiernos, según la Iglesia Católica antes), y, con unos alaridos que ponían los vellos de punta al más pintado, los predicadores dramatizaban la desesperanza del hombre que había sido ricachón en la vida terrena, pues ya no valía el arrepentimiento ni la vuelta atrás, y un abismo insalvable lo separaba eternamente de los justos. Si querían abundar sobre los pecados de la carne, tan gustosamente cometidos hoy en día por el personal, entonces ponían de ejemplo a la Santa María Goretti, cuyo nombre, cual una salmodia repetitiva, invocaban a grito pelado al final de cada advertencia o “metemiedo” de no ceder jamás ante este tercer enemigo del alma. Y si el tema a tratar era el error de acaparar riquezas en este mundo, echaban mano sobre todo de la célebre frase: “…antes pasará un camello por el ojo de una aguja que un rico entrará al Reino de los Cielos…”, o algo así (cito de memoria).
Pero luego, algunos años, los padres predicadores, durante su estancia en el pueblo se alojaban en las casonas de los señoritos y comían de su pródiga mesa (¿no se alojó Jesús en casa de Zaqueo, el recaudador de impuestos?, ¡pues eso!); y a la hora de la cena, doña Fulanita o doña Menganita, protestaban por lo bajini: “¡hay que ver, Padre Zutano, cómo nos ha puesto usted a los ricos en el sermón de esta tarde!” Y ellos, mientras disfrutaban del buen yantar, se justificaban de forma beatífica: “¡Hay que salvarles el alma a los pobres!” (Pues el cuerpo, por aquellos años, ya lo tenían éstos bien jodido del malcomer y del mucho trabajar).
Las famosas prédicas de aquellos hombres de Dios, las radiaban entonces a través de una emisora de onda media que había en Cieza, en la cual tenía mucho que ver la Iglesia; y de uno de aquellos sermones radiados en el cual el orador incidía sobre la dualidad del hombre (del hombre como especie creada a imagen y semejanza de Dios), me acordé el otro día mirando a mi ordenador, constantemente colgado y sin dar señales de vida a mis torpes “órdenes”. El predicador entonces, no olvidaré nunca, manejando la situación y abstrayendo a la feligresía; creando paulatinamente el ambiente propicio para su pública declaración de fe, llegó al súmmum del patetismo relatando la muerte de su propia madre: “¡Mi madre –decía– acababa de expirar, su cuerpo aún estaba caliente, sus órganos estaban intactos (iba relatando los pormenores de su naturaleza corporal), pero había exhalado su espíritu, había entregado el alma a Dios!” (El misionero declamó muchas más frases, traídas al pelo sobre lo carnal y lo es piritual, cosa que arrancó lágrimas de fe como el puño entre los creyentes, pues nadie mete gato por liebre con el cadáver de su madre).
De modo que, miren por dónde, contemplando yo, como les decía, el “fiambre” de mi ordenador, inerte al ratón y al teclado, más colgado que un sambenito y más tieso que la mojama, me acordé de aquel cura y caí en la cuenta en ese momento de que a este cacharrazo mío lo que le fallaba no era otra cosa que el alma (así me lo confirmó después el técnico).
Sí, ya sé que Software no viene de “psique”, pero aun así…
No hay comentarios:
Publicar un comentario