El problema es uno: morir en la carretera. Este país se desangra por los arcenes de las autovías. Cuarenta mil muertos en los últimos diez años. Se dice muy pronto: ¡Cuarenta mil! Han leído ustedes bien (y eso sin contar los que se quedan inválidos para siempre, gravando sus familias con el estigma de la desgracia). Y no pasa nada. Nos hemos acostumbrado y casi ni son noticia. Hemos echado callos en la conciencia. Soportamos nuestra ración de muertos semanales en accidentes de tráfico, como soportamos sin encogérsenos ya el alma esas muertes que no cesan en Israel, en Palestina o en Iraq. Pero ojo, aquí en España se ha instalado otra peste negra que merma la población, otra violencia, otra guerra sin enemigo definido que se libra sobre el asfalto, y a cuyas filas la gente se enrola voluntaria. Cuarenta mil víctimas en la última década; y todas civiles: hombres, mujeres, niños, ancianos… Casi el doble que en la Guerra de Iraq hasta la fecha. Cuarenta veces más que los asesinatos cometidos por los malditos etarras. Doscientas veces más que las personas asesinadas en los trenes de Madrid por los no menos malditos terroristas islámicos. Pero no pasa nada. Aquí nadie clama públicamente. No se crean plataformas de “nunca más jamás”. No se plaga el país de pancartas con el “no a las muertes de tráfico”. No chirrían los goznes sociales, manifestándose la ciudadanía en la calle, ni se utiliza esta continua calamidad nacional para desgastar gobiernos o dar vuelcos a unas elecciones. No, porque a nadie preocupan las desgracias “que sólo pueden ocurrir a otros”, y porque, sencillamente, hemos asumido el coste en vidas humanas de nuestra miserable parcela de poder al volante.
¿Alguien recuerda, del Oeste de las películas americanas, los “carros calientes”? Eran transportes de explosivos, de nitroglicerina: algo muy peligroso. Imagínense aquí y ahora: tráfico hasta no caber más en la carretera, distracciones mientras se conduce, estados de ánimo inadecuados, cansancio, vehículos potentes o excesivamente cargados, consumo de alcohol u otras sustancias que modifican el comportamiento prudente, y la temeridad y la prisa, y el allanamiento de las normas de circulación porque sí, porque nos falta educación cívica y respeto hacia los demás. Todo eso es un cóctel que convierte el automóvil en un arma peligrosa: en una bomba de mano, en una mina antipersona, o al menos en una escopeta recortá, que siempre la carga el demonio.
¿Tiene esto alguna solución? ¿Se puede parar, o paliar, esta tragedia permanente? ¿Cuánto va a durar nuestra resignación colectiva ante tanta sangre derramada? ¿Cómo de baratos salen los homicidios a los conductores negligentes e infractores? ¿Tienen una eficacia real las actuaciones de los poderes públicos en ese sentido? Ustedes y yo quizá hayamos pensado alguna vez cómo reducir la siniestralidad en carretera, pero quienes cobran por pensar, desgraciadamente, parecen no dar mucho en el clavo.
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