Las acequias, si tenemos en cuenta su valor histórico (algunas parece ser que conservan todavía parte de su trazado original del tiempo de los árabes e, incluso, de la época romana), hemos de considerarlas patrimonio de todos los ciezanos. Y si, por otra parte, contemplamos su importancia ecológica (a nadie se le escapa la riqueza vegetal de sus quijeros y la microfauna que podían o pueden albergar unas arterias de agua a cielo abierto), hay que aceptar que son (o eran) un bien paisajístico y enriquecedor de la huerta de Cieza. Pero si además no perdemos de vista la función para la que fueron construidas (la cual deben de seguir cumpliendo), que no es otra que conducir el agua para el riego y la producción agrícola, las acequias de Cieza son, a lo mejor, un punto más de los agricultores que del resto de los mortales.
Bien, pues en lo tocante a entubar o soterrar las acequias, hay, entre los agricultores ciezanos, opiniones encontradas. Unos creen que es bueno el entubamiento cerrado, otros piensan que bastaría con su canalización de obra al descubierto, y sólo algunos pocos (hay que tener en cuenta que la gente del campo disiente mucho del ecologismo moderno) abogan por dejarlas tal cual.
Los agricultores (salvo minifundistas que plantan cuatro cebollas y un ajo para consumo propio), se vuelven forzosamente prácticos por la inercia de los mercados. Si un agricultor, tal como está planteada hoy día la demanda de melocotón (por ejemplo), no mantiene un suelo perfectamente abonado y libre de plagas a base de productos químicos, y unos árboles fumigados hasta la saciedad con fitosanitarios y mil venenos más, y no saca una fruta de un calibre determinado, más limpia que un sol, no tiene nada que hacer. Y lo mismo pasa con cualquier producto agrícola que pretenda entrar al mercado. ¿Qué quiere esto decir? Pues que los tiempos cambian. Sólo eso.
¡Cuánto más bella era la vida del campo hace años! Pues claro que sí. Había escuelas rurales, cuyos maestros explicaban la fotosíntesis a través del cristal de la ventana. Había casas familiares, las cuales eran plantas de reciclaje perfecto, pues sólo salía de ellas la ceniza del hogar y el excremento de los animales, convertidos en humus para la tierra. Y había esas acequias mansas (dos en cada margen de la ribera: la de arriba, donde estaban situadas las casas, se utilizaba para lavar, fregar y abrevar el ganado, y la de abajo, poblada de peces, para beber o para bañarse las personas). Las aguas bajaban tan limpias y tan exentas de contaminación en el río y las acequias que se podía nadar y beber al mismo tiempo, pues había, simplemente, una cultura rural de adaptación al medio. Pero seamos realistas: eso pasó y ya no volverá. Hoy en día ya no hay “casas de campo”, sino “casas en el campo” donde habita de manera discontinua gente urbana que genera basura por los codos, la cual ya no cabe en los contenedores de los cruces de caminos y se esparce por doquier. Y cuánto más idílico y más ecológico era trasladarse montado en burra por las veredas, que conducir un todoterreno. Pero son los tiempos y las circunstancias los que mandan. De modo que bajo esta nueva forma de vida tan irrespetuosa con el medio ambiente, y bajo esta despreocupación por los ecosistemas, perecen aquellas costumbres y conceptos de la existencia rural, atrasados a la luz de la modernidad.
Hay agricultores que prefieren seguir contemplando el fluir manso del agua, como si el tiempo no hubiera pasado. Y hacen bien de creerlo así. Pero otros agricultores, que han visto por las acequias las bolsas de basura con toda clase de inmundicias, que saben de casas (esas que se hacen sin licencia por no cumplir los requisitos para edificar y luego pagan la sanción y en paz), que vierten sus aguas fecales directamente a la acequia, y saben que hay gente capaz de lavar coches o cubas de fumigación en la orilla, yendo a parar dentro los escurrimbres, y saben que las filtraciones de los terrenos de riego hacen variar de forma peligrosa el pH del agua en las acequias por las porquerías que absorbe el suelo de los cultivos modernos, y conocen de la importancia de las fugas a través de los quijeros que alimentan la capa freática siendo el agua un bien tan preciado; de modo que éstos prefieren el cerramiento y la entubación de las acequias. Porque desgraciadamente (o afortunadamente, según cómo se mire) vivimos otra época. Y los agricultores se ven obligados a trabajar con otro punto de vista muy distinto al que tenían los árabes o los romanos. Resulta evidente.
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