Bastarás era un pueblo de almas. Eso lo supimos más tarde, aunque se barruntaba nada más llegar a través de un camino casi comido por las zarzas y por los helechos gigantes. De las primeras casas del pueblo, sin embargo, se conservaban aún intactas sus puertas y ventanas, de modo que pensamos que quizá habrían sido las últimas en ser abandonadas a merced de la soledad. Pero más adelante, avanzando por la que quizá fuera su calle principal, enlosada con piezas bastas y desiguales, vimos que las casonas de piedra con herrajes carcomidos y con reductos heráldicos sobre los dinteles habían sido allanadas años antes por los vientos duros que bajan de los neveros de la Sierra de Guara.
En la plaza del pueblo que fue, colonizada ya por las malvas y las ortigas, manaba todavía un caño generoso de agua, donde un pastor se acercaba a diario a abrevar sus reses. Era ésta, por sus hechuras, una fuente pública; a lo mejor había sido la única fuente del pueblo, el lugar en donde las mujeres de otro tiempo se juntaran a llenar sus cántaros para beber y a comentar los acontecimientos de la vida, de aquella vida sencilla y de aquel transcurrir –ruinoso al fin por exento de juventud– que abocó ineludiblemente en la soledad y en el abandono.
Tuvimos la certeza de que en Bastarás sólo quedaban almas cuando entramos en su iglesia (un pueblo abandonado se convierte en paradero de almas, que el viento arrastra de otros lugares cual hojas secas). Sobre el ara había caído un lienzo de la techumbre del ábside, y de la pared colgaba todavía una de las portezuelas del sagrario, de dónde un día el cura, antes de marcharse para siempre, sacara quizás el copón y se comiera las hostias en un santiamén. Una golondrina, amedrentada por nuestra presencia, sobrevoló entonces la nave a media altura, donde aún quedaban algunos bancos de madera carcomados y cubiertos de aljezones del techo, y escapó después bajo el arco románico de medio punto de la puerta principal. Sin embargo, el espigón pétreo e inaccesible de su torre se mantenía erguido y vigilante sobre el resto de los tejados, exhibiendo, ciegos, los huecos del campanario. En Bastarás, donde las piedras se habían hecho al canto impenitente de las cigarras, al ulular de los vientos del septentrión y al tránsito de las almas, no tañían ya las campanas.
De la plaza central, donde el agua del caño de la fuente, ciego de años y descuido el sumidero, se desbordaba y corría por el empedrado del suelo buscando lo más hondo para escapar hacia el campo, partían callejuelas estrechas en dirección al río. Un río, el de Bastarás, que recibía algo más arriba, entre un bosquecillo de baladres, las aguas puras de la cueva del Solencio, en cuyas entrañas profundas se ahogaron aquellos tres espeleólogos catalanes (“ALS COMPANYS ESPELEOLEGS QUE DEIXAREN SU VIDA EN AQUESTA COVA....”, rezaba en una lápida grande de mármol negro sobre la puerta misma de la gruta). Un pequeño río de régimen torrencial que en época de estío no se reducía más que a unos remansos transparentes y a unas pozas hondas entre peñones pulidos. Bajamos entonces por un camino estrecho y ahogado de malezas hasta el riachuelo y nos bañamos con el mismo gozo que, a lo mejor, muchos años antes hicieran los zagales del pueblo, tirándose en cueros vivos desde lo alto de las peñas.
A Bastarás, pueblo de almas desorientadas y a merced del viento, enclavado en el oripié de la extensa Sierra de Guara, al norte de la provincia de Huesca, habíamos llegado desde Angüés por un camino largo y pedregoso, soportando un sol de hierro sobre nuestras cabezas. En Bastarás, cuyo indicador seguía milagrosamente en pie al borde del camino tras cruzar un puentecillo de piedra, no quisimos que nos pillara la noche y nos fuimos a dormir río arriba a un abrigo gigantesco, desde cuyo interior se dominaba todo un campo de adelfas en flor. En el recuerdo, Bastarás, como tantos y tantos pueblos deshabitados, se debatía entre la desolación del caos y el avance imparable de la colonización vegetal.
(En la actualidad, Bastarás, vallado con alambres todo su término y cerrado el paso por todos sus caminos, se ha convertido en finca particular. Y su iglesia románica y sus casas blasonadas, con sus muros de mampostería, y su plaza empedrada y su fuente, que un día nos quitó la sed, y su río de aguas limpias, permanecen ocultos al visitante. Bastarás, que en tiempos perteneciera a la Soberana Orden de San Juan de Jerusalén, es hoy día propiedad privada de alguna sociedad o de algún ricachón de esos que pueden permitirse comprar trozos de España porque sí.)
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