La Casa Grande era de las llamadas “de labor” y estaba situada a los cuatro vientos de los cuatro puntos cardinales sobre un otero plagado de bojas, de albaidas y de retamas. Desde dentro, y a través de su media puerta abierta (la tosca hoja de madera sin desbastar, que batía sobre pernos, estaba dividida horizontalmente en dos: una inferior y otra superior), se podía divisar casi toda la hacienda de cultivo, constituida por viñedos, olivar, sementera de cereales y unos bancalillos con higueras y almendros, entre los cuales verdegueaba a trechos la pequeña huertecica de hortalizas, que era regada con un pozo hondo, cuya agua no se sacaba sino mediante un arte muy antiguo, en torno al cual una mula, cegada por un trapo negro, tenía que caminar en círculo durante horas.
La casa, aunque de dimensiones más que generosas, era de aspecto pobre y de fachada asimétrica. En verano, sin embargo, se estaba bien tras sus muros gruesos; mientras que afuera, bajo el fragor constante de las cigarras, las ventanas que daban al mediodía se llenaban de calabazas grandes para curarse al sol y bajo los aleros colgaban docenas de ristras de pimientos y cornetas a secar, adentro, cuyo suelo de tierra apelmazada tenía visibles desniveles que obligaban a calzar la mesa con cuñas, no hacía calor ninguna, y sólo las moscas, odiosas, que a veces eran víctimas del azúcar venenoso que les ponían por cebo, inquietaban un tanto si no se estaba acostumbrado a ellas. Sobre el tinajero, pintado de rojo con almagra, se hallaban colgados el acetre de cobre, un almanaque zaragozano con la imagen del Carpintero y dos cántaras con tapetes hechos a ganchillo, que pendían de dos estacas que había metidas en la pared, cada una sobre un azulejo blanco dispuesto en vértice y cuajado de calcomanías.
La Casa Grande, que no poseía luz eléctrica ni agua corriente ni aseo ni retrete (cosa que por aquel tiempo, y hasta muy metidos en el despegue económico de los sesenta, no se echaba en falta), tenía en la parte de arriba unas cámaras desangeladas, en cuyas colañas del techo pegaban las golondrinas, de un año para otro, sus nidos hechos de barro y salibilla; de modo que todas las primaveras, en cuanto éstas se anunciaban con sus vuelos acrobáticos, había que abrir de par en par puertas y ventanas para que entraran con su alegre cháchara y sus gorjeos amorosos a tomar posesión de los viejos nidos, que ellas reconocían y reparaban de temporada en temporada. En las parte superior de la casa, además de mil enseres y cachivaches propios de la vida rural y autosuficiente de entonces, se hallaban los trojes para conservar el grano: para el trigo, para la jeja, para la cebada, para el centeno, para la avena, para el maíz, etc.; se hallaban también las zafras del aceite, las ristras de cebollas y de ajos, las botellas de la conserva de tomate, los columpios de las patatas, los capazos o cofines de higos secos, los sacos de almendra o los productos de la matanza del cerdo: perniles, brazuelos, lacones, butifarras, morcillas, chorizos, molcones, mantecas...
La Casa Grande, visible desde la lejanía de muchos caminos, tenía a una parte (libre de obstáculos para el solano, que es el viento con que se aventa la parva) la era de la trilla, y a la otra, en un carasol lleno de mastranzos, el colmenar, compuesto por una docena de corchos hechos con albardín, cuyos panales repletos de miel había que cortar por mayo. Junto al redondel de la era se levantaban los pajares, que tenían forma de cono y estaban recubiertos con mantos de centeno y con una molineta de caña clavada en su vértice. Y a no más de veinte pasos de la puerta, rayando con el paleral, donde crecía un pino enorme, tomado por cientos de gorriones, estaba la marranera del cerdo, estaba el barracón para el carro y estaba el cobertizo del horno de cocer el pan. En la parte trasera de la casa, en cambio, sólo había un ejido ancho, atufado por la entrada y salida de los animales del corral y por los residuos de las parias de las ovejas en la época de cría.
El hogar de la casa era tan amplio que se podía echar al fuego grandes troncos sin problema, y en él había que cocinar poniendo la sartén o los pucheros sobre unos trébedes de hierro. Frente a éste, que de vez en cuándo era necesario deshollinar y disimular su tizne con blanco de España, había una alacena empotrada en el muro con tiestos de China, un clavo grande donde se colgaban el cesto del pan, la bota del vino y la escopeta, un estante para el quinqué de petróleo y, sujeto a la pared con chinchetas y enmarcado con tiras de caña, un viejo mapa de cuando la Guerra Civil, en el cual ponía: “PIZARRA PLANO DE ESPAÑA PARA SEGUIR EL CURSO DE LAS OPERACIONES.”
La Casa Grande, hoy, cual las miserias que el tiempo nos puede deparar mañana, no es ya más que la ruina de un pasado que, indudablemente y mal que nos pese, no fue mejor.
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