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A la casa del párroco, que estaba situada en un primero casi tan alto como un segundo, se accedía por una escalera angosta y excesivamente empinada, en cuya parte intermedia había una viga en el techo que pecaba de baja, con la cual había que tener mucho cuidado al subir o al bajar, so pena de darse uno en la crisma. Arriba, casi sin rellano, las escaleras remataban en la puerta misma, que era de aspecto pobre y con una mirilla antigua de latón, de las que hay que girar por dentro para ver quién llama, y la cual fulgía de tanto darle con sidol.
Nada más entrar había un pequeño vestíbulo exento de muebles, con la única luz de una bombilla de 125 voltios que pendía, desnuda, de un hilo largo. En las paredes, empapeladas con un papel de flores grandes y desvaídas por el tiempo, había un cuadro de la Virgen del Pilar y dos pósteres clavados con chinchetas: uno con la foto de la Sagrada Familia de Gaudí, a vista de pájaro, y otro en el que aparecía un Jesús airado golpeando las mesas de los mercaderes en el Templo, con la frase: “No basta con ser bueno: hay que ser justo”.
A la mano izquierda se abría una puertecilla en el muro grueso que, bajando un escalón, daba a la cocina. En ésta, que recibía luz de un patio trasero por un ventanuco enrejado, el cura tenía una mesita cubierta con un hule a cuadros, un frigorífico westinghouse, como los que se ven en las películas americanas de los cincuenta, un almanaque con la estampa de un Sagrado Corazón, una jaula colgada con un periquito azul que no decía ni pío, pero que tenía a su alrededor todo sembrado de cáscaras de mijo, y, asomándose un poco más, aparecía el fregadero de bote en bote. Dentro de la cocina, otra pequeña puerta daba al cuarto de aseo, el cual atufaba a vapores amoniacales y a loción barón dandy.
En la parte derecha del mal iluminado vestíbulo había dos habitaciones contiguas, que, paralelamente, daban al callejón de la plaza con un balcón corrido. En una de ellas el hombre tenía su dormitorio, compuesto por una cama de hierro alta y delimitada por cuatro bolas doradas y relucientes, una mesilla de noche, sobre la que había un despertador de cuerda Titán que se oía andar desde fuera y un cenicero rebosante de colillas, un ropero cuyo espejo externo había perdido el azogue a rodales y, en la pared, una Anunciación grande enmarcada en marquetería con signos visibles de polilla. En la habitación de al lado, el cura tenía su salita de estar, donde recibía las visitas, bien de las pocas personas del pueblo interesadas en su amistad o en asuntos parroquiales, bien de algún familiar lejano (él era huérfano, hijo único y sobrino único de dos tías solteronas que ya estaban para que les dieran sopas), bien de alguien espontáneo que apareciera por allí guiado quizá por la Providencia.
A la casa del párroco llegamos, por azar, una tarde bochornosa del mes de agosto bajo el canto de las cigarras y éste, gordo como un tonel, que se acababa de meter un pantalón con tirantes, se echó la camisa sin abotonar y nos ofreció una paloma fría de aguardiente. En la salita de estar había un tresillo verde de escay, una mesa color vino brillante, cuyas patas se posaban sobre cuatro ceniceros de cristal, y un aparador haciendo juego con la mesa, sobre el que había un televisor zénit, de los que se tenía que buscar los canales girando una ruleta, un San Pancracio con el perejil mustio y un bolsito de mano, de aquellos que algunos tontos de antes llamaban “mariconeras” (siempre que salía, al cura le gustaba llevarlo consigo; en él metía, además de su paquete de ducados y el mechero, un frasco con los santos óleos, una miniestola enrollada en un rulito como se enrollaban en tiempos las ombligueras de los bebés, cuando los bebés se “quebraban”, un estuche de plata con algunas hostias y una cruz dorada con cachas de nácar del tamaño de media mano, pues “nunca se sabe”, decía).El balcón de la casa parroquial, con soporte de hierro para una bandera, cogía toda la fachada, y en él, aquella tarde de estío, con una calor que se asfixiaban los pájaros, vimos por primera vez a don G.P. en cayumbos, fumando como un carretero e intentando pillar algo de aire que llevarse a los pulmones. Nosotros, entonces, acabábamos de llegar al pueblo a vender biblias (la Guadalupana, me acuerdo, en edición gigante y forrada en piel con filos dorados), cuando unas gentes descaradas de allí nos dijeron: “¡andar y vendérselas al cura, pijo!
A la casa del párroco, que estaba situada en un primero casi tan alto como un segundo, se accedía por una escalera angosta y excesivamente empinada, en cuya parte intermedia había una viga en el techo que pecaba de baja, con la cual había que tener mucho cuidado al subir o al bajar, so pena de darse uno en la crisma. Arriba, casi sin rellano, las escaleras remataban en la puerta misma, que era de aspecto pobre y con una mirilla antigua de latón, de las que hay que girar por dentro para ver quién llama, y la cual fulgía de tanto darle con sidol.
Nada más entrar había un pequeño vestíbulo exento de muebles, con la única luz de una bombilla de 125 voltios que pendía, desnuda, de un hilo largo. En las paredes, empapeladas con un papel de flores grandes y desvaídas por el tiempo, había un cuadro de la Virgen del Pilar y dos pósteres clavados con chinchetas: uno con la foto de la Sagrada Familia de Gaudí, a vista de pájaro, y otro en el que aparecía un Jesús airado golpeando las mesas de los mercaderes en el Templo, con la frase: “No basta con ser bueno: hay que ser justo”.
A la mano izquierda se abría una puertecilla en el muro grueso que, bajando un escalón, daba a la cocina. En ésta, que recibía luz de un patio trasero por un ventanuco enrejado, el cura tenía una mesita cubierta con un hule a cuadros, un frigorífico westinghouse, como los que se ven en las películas americanas de los cincuenta, un almanaque con la estampa de un Sagrado Corazón, una jaula colgada con un periquito azul que no decía ni pío, pero que tenía a su alrededor todo sembrado de cáscaras de mijo, y, asomándose un poco más, aparecía el fregadero de bote en bote. Dentro de la cocina, otra pequeña puerta daba al cuarto de aseo, el cual atufaba a vapores amoniacales y a loción barón dandy.
En la parte derecha del mal iluminado vestíbulo había dos habitaciones contiguas, que, paralelamente, daban al callejón de la plaza con un balcón corrido. En una de ellas el hombre tenía su dormitorio, compuesto por una cama de hierro alta y delimitada por cuatro bolas doradas y relucientes, una mesilla de noche, sobre la que había un despertador de cuerda Titán que se oía andar desde fuera y un cenicero rebosante de colillas, un ropero cuyo espejo externo había perdido el azogue a rodales y, en la pared, una Anunciación grande enmarcada en marquetería con signos visibles de polilla. En la habitación de al lado, el cura tenía su salita de estar, donde recibía las visitas, bien de las pocas personas del pueblo interesadas en su amistad o en asuntos parroquiales, bien de algún familiar lejano (él era huérfano, hijo único y sobrino único de dos tías solteronas que ya estaban para que les dieran sopas), bien de alguien espontáneo que apareciera por allí guiado quizá por la Providencia.
A la casa del párroco llegamos, por azar, una tarde bochornosa del mes de agosto bajo el canto de las cigarras y éste, gordo como un tonel, que se acababa de meter un pantalón con tirantes, se echó la camisa sin abotonar y nos ofreció una paloma fría de aguardiente. En la salita de estar había un tresillo verde de escay, una mesa color vino brillante, cuyas patas se posaban sobre cuatro ceniceros de cristal, y un aparador haciendo juego con la mesa, sobre el que había un televisor zénit, de los que se tenía que buscar los canales girando una ruleta, un San Pancracio con el perejil mustio y un bolsito de mano, de aquellos que algunos tontos de antes llamaban “mariconeras” (siempre que salía, al cura le gustaba llevarlo consigo; en él metía, además de su paquete de ducados y el mechero, un frasco con los santos óleos, una miniestola enrollada en un rulito como se enrollaban en tiempos las ombligueras de los bebés, cuando los bebés se “quebraban”, un estuche de plata con algunas hostias y una cruz dorada con cachas de nácar del tamaño de media mano, pues “nunca se sabe”, decía).El balcón de la casa parroquial, con soporte de hierro para una bandera, cogía toda la fachada, y en él, aquella tarde de estío, con una calor que se asfixiaban los pájaros, vimos por primera vez a don G.P. en cayumbos, fumando como un carretero e intentando pillar algo de aire que llevarse a los pulmones. Nosotros, entonces, acabábamos de llegar al pueblo a vender biblias (la Guadalupana, me acuerdo, en edición gigante y forrada en piel con filos dorados), cuando unas gentes descaradas de allí nos dijeron: “¡andar y vendérselas al cura, pijo!
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