Había una vez un país tan pequeño, tan pequeño, que los jugadores de su equipo nacional de baloncesto tenían que dormir con las piernas encogidas. El nombre de este insignificante país era “Hiddenland”, que en lengua extranjera quiere decir “tierra escondida”, pues no figuraba en las enciclopedias escolares ni en los atlas geográficos ni en las cartas de marear, y sólo en algunos mapas mundi de la Royal Geographical Society aparecía marcado con un puntito verde en mitad del vasto océano.
Los habitantes de este diminuto país se autodenominaban “naíres”, palabra a la que asociaban el concepto atávico de “hombres con honor”. El pueblo naír, aislado de las grandes civilizaciones desde tiempos ancestrales (había indicios, no obstante, de que el Rey Salomón, después de navegar con su flota por mares exóticos en busca del oro para recubrir el Templo de Jerusalén, había tenido contacto con éste), no sólo había desarrollado lengua y alfabeto propios, sino que poseía su sistema de pesas y medidas y una peculiar forma de gobierno.
En Hiddenland (sus pobladores lo llamaban Naíria), país tan pequeño, tan pequeño, que las sombras de los cipreses caían fuera de sus fronteras al atardecer, tenían un rey, pero no como los de la baraja, sino un rey de verdad; sólo que, como los hiddenlandeses aseguraban formar parte de una casta única y provenir todos de la misma descendencia, no aceptaban las diferencias entre sangre real, sangre noble y sangre plebeya; de modo que no existía allí una monarquía hereditaria al uso; Hiddenland no era un reino que pudiera pasar de padres a hijos como pasa una finca o una posesión, así que el monarca era elegido de entre el pueblo y por el pueblo cada periodo de noventa y nueve lunas (algunos, como el antropólogo B. Malinowski, que anduvo algún tiempo enfrascado en el estudio de esta sociedad sin resultados concluyentes, no estaban seguros si denominar “monarquía republicana” o “república monárquica” a aquella situación tan atípica). De la misma forma, el gobierno de Hiddenland lo constituían veinticuatro sabios, igualmente elegidos de forma democrática por sus conciudadanos, que, lejos de practicar la política personalista, charlatana y medradora, trabajaban de manera científica en todas las áreas necesarias para procurar el bienestar común a los ciudadanos.
Los hiddenlandeses, aislados secularmente por encontrarse este país apartado de las rutas de los navegantes, de los barcos transoceánicos y de los grandes petroleros, poseían un concepto primitivo de la religión, exento de las leyes de los profetas. Allí no había hombres que interpretaran las historias sagradas del pasado, que encorsetaran el presente o que condicionaran el futuro. Sin embargo, el pueblo naír amaban la naturaleza: sus campos verdes, sus mares limpios, sus costas vírgenes, sus aguas puras, sus ríos y sus montañas... Amaban la vida y no les abrumaba la muerte, por lo que no realizaban tampoco construcciones funerarias: los muertos eran dados en humus para la tierra bajo la cripta única del cielo.
Pero un día, cuando otros países más poderosos e industrializados estaban tan contaminados por el capitalismo feroz que ya habían perdido el respeto hacia el medio ambiente, hacia los ecosistemas y hacia el futuro del planeta, en Hiddenland empezaron a sufrir el azote de la desidia ajena. Pues hubo gobernantes que decidieron sepultar en las profundidades del océano cantidades ingentes de basura nuclear como regalo sorpresa para generaciones venideras; mientras otros, que curiosamente hacían bandera de su cultura y su civismo, se dedicaban a efectuar explosiones atómicas submarinas con el fin de perfeccionar sus armas de destrucción masiva. Y llegó el momento en que navieras poderosas, movidas por vaya usted a saber qué turbios intereses, remolcaban mar adentro sus viejos superpetroleros heridos de muerte para hundirlos en fosas abisales. De manera que uno de aquellos gigantescos cascarones, con su sucia carga fuera de la ley, fue abandonado a la deriva, deshecho por el temporal y arrastrado hacia las costas de Hiddenland, causando un desastre marino sin precedentes. La marea negra producida contaminó sus playas, sus acantilados, sus cabos, sus ensenadas; entró por las rías, cubrió los rompeolas, saltó los paseos marítimos y anegó los barrios humildes; estropeó las pequeñas embarcaciones con sus artes de pesca, envenenó la tierra del litoral impregnándola con un manto de brea y pudrió el aire con millones de peces muertos y de aves marinas; intoxicó la cadena alimenticia y provocó la hambruna en toda la población.
Los hiddenlandeses, entonces, que habían luchado noche y día hasta la extenuación contra aquella negligencia de otros, que habían estado recogiendo la sucia viscosidad con todo lo que poseían a su alcance hasta no quedarles otra cosa para hacerlo que sus propias manos, que se pringaron hasta convertirse en galipotes vivientes y que sufrieron la toxicidad, la desesperación y la impotencia, no les quedó otra salida que sucumbir con la resignación de los pájaros. Y al final, Hiddenland, aquel reino tan lejano, tan lejano, que tenía por vecindad las estrellas, entró en un periodo de decadencia y pasado algún tiempo dejó de existir, lo mismo que dejaron de existir grandes culturas, fuertes naciones y quién sabe si lejanos planetas.
(Este relato, extraído de un cuento escrito hace más de diez años, es del todo ficticio y cualquier similitud con la cruda realidad no es más que una mera coincidencia.)
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