Alguno puede ser que considere un poco a destiempo el contenido de este artículo, pues hay que saber ser oportuno, dirá, y entrar por el aro de que en esta sociedad tan “ocupada” y tan saturada de información y de desinformación, de ciertos temas sólo se debe hablar y realizar manifestaciones públicas un día al año (el día del hambre, el día del niño, el día del sida, el día del cáncer, etc.), luego a otra cosa mariposa. No obstante, hay asuntos tan graves que deberían ser materia de reflexión constante en la familia, en la escuela y en cualesquiera foros de debate con trascendencia social. Digo esto porque una persona de aquí, conocedora de que medio sé hilar la palabra escrita y de que saco cosas en los papeles, me manda ayer mismo un correo, el cual, sin importarme la fecha, copio a continuación en su mayor parte:
...Es cierto que la violencia, desde los días de Caín, aún tratándose de un mal inherente a la condición humana, es rechazable en todas sus formas. Es cierto que no hay unos tipos de violencia más aceptables que otros, que cualquier persona de bien debe repudiar, denunciar y manifestarse en contra de todo género de violencia. Y es cierto que nosotras, en aras de la igualdad de sexos (la mujer es igual al hombre en inteligencia, en capacidad de asumir responsabilidades, en inventiva, en creatividad, en desarrollo cultural, en habilidades, en sensibilidad artística, etc.), hemos de reconocer que hombres y mujeres también somos iguales en bondad y en maldad: unas y otros somos capaces de amar y de odiar con la misma intensidad. Pero es el varón, por razones perversas que correspondería desentrañar a los psicólogos, quien en muchos casos utiliza la supuesta supremacía familiar (...) y la fuerza física en contra de su pareja, llegando en demasiados de ellos al asesinato.
Las mujeres somos, y hemos sido a lo largo de la historia, objeto de violencia por diversas causas. No voy a hablar ahora de las violaciones sistemáticas que sufren en las guerras desde que el mundo es mundo, ni del oprobio que echan sobre la mujer religiones retrógradas, oscurantistas y discriminatorias. No voy a hablar de la crueldad con que se les practica ablaciones de clítoris a las niñas o se lapida a las mujeres que transgreden la “ley del profeta” en esos países paupérrimos y de creencias malvadas, ni voy a hablar de sociedades miserables donde la mujer, a los ojos de su padre o de su marido, vale menos que un camello. Y no hablaré aquí de la penosidad laboral, del abuso discriminatorio y del acoso sexual que muchas mujeres han de soportar en los centros de trabajo (en otro tiempo y, desgraciadamente, todavía en la actualidad), ni hablaré, por supuesto, de la prostitución forzosa, de la trata de blancas y del sórdido submundo en que han de ejercer esta humillante actividad tantas mujeres a manos de tipos chulescos y mafiosos.
Sí quiero hacer hincapié, no obstante, sobre una clase de violencia que te hace jirones en el alma, que te rompe todos los esquemas vitales, que arrasa con tus ilusiones, tus proyectos y tus ganas de vivir. Una violencia que al principio ocultas con vergüenza porque piensas que no te puede estar pasando a ti, pues no es lógico que, quien debería quererte y prestarte apoyo mutuo, te agreda de forma tan cruel. Una violencia que te hiere de tal manera tus sentimientos que no encuentras escapatoria digna y de la que es difícil salir sin ayuda. Una violencia que es tremendamente alevosa, despiadada y que golpea por igual en el cuerpo y en el alma. Una violencia que genera inestabilidad psíquica, sentimiento contradictorio de humillación y culpa a la vez y que puede llegar al miedo atroz. Una violencia degradante, de la que, a veces, no te defienden suficientemente el orden público ni el sistema judicial ni las leyes. Una violencia, cuyas amenazas en demasiadas ocasiones son sentencias de muerte que se cumplen sin que nadie, al parecer, lo pueda evitar. Una violencia, la de pareja, que de entre todas las que sufre la mujer por serlo (además también es víctima, como persona, de otras terribles acciones violentas, como el terrorismo sin ir más lejos) es la única en que su hogar, su domicilio privado, con todos los derechos inviolables que la Constitución establece, no es su refugio, sino su cárcel o, en el peor de los casos, su “corredor de la muerte”; en su propia casa, donde debería sentirse segura, la mujer maltratada, lejos de encontrar la paz y el consuelo, lejos de estar a salvo del mal, convive con el demonio. Y ahí está la diferencia.
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