Se acuerdan cuántas veces nos han ponderado la virtud de Dimas, “el buen ladrón”, cuya fe y arrepentimiento en el Gólgota le llevó a salvar su alma (“en verdad te digo hoy que tú estarás conmigo en el Paraíso”, le prometió el Salvador en la mismísima Cruz). Pero cuidado con la colocación de los adjetivos: no es lo mismo un “buen ladrón” que un “ladrón bueno”. Dimas (por cierto, que yo sepa, el texto bíblico sólo habla de dos malhechores, sin citar nombres), más que “buen ladrón”, que es aquel que bien roba, fue o se reveló en el madero de tormento como un “ladrón bueno”, lo mismo que María de Magdala fue una ramera tan buena que llegó a abandonar el oficio impío para seguir al Maestro.
No les quiero marear con asuntos sacros, que para eso ya tiene doctores la Iglesia, aunque bien mirado no estaría mal que leyeran la Biblia más de dos, pues se les da mucha importancia a otras obras literarias clásicas, que la tienen, claro, pero ni punto de comparación con la sabiduría que contiene el libro de los libros; y la sociedad española, aún en el descreimiento de los nuevos tiempos, no deja de ser sociológicamente cristiana.
Hoy en día, un ladrón bueno, como aquel que murió crucificado junto al Mesías (los romanos no se andaban con bromas), no tendría mucho porvenir. Porque si eres bueno, ya se sabe: te las dan todas en el mismo lado. Y si tienes escrúpulos y robas poco o lo haces con mucho tiento, pues no medras nada (a la cabeza me viene un comerciante de aquí que tenía fama de escamotear sólo unos gramos por pesada, alegando que los clientes le daban el permiso implícito cuando le decían: “fulano, no me robes mucho”, lo que a sensu contrario significaba el consentimiento de que les podía “robar poco”, y claro, así no iba el hombre a ninguna parte y se tuvo que dejar el oficio).
Hoy en día caminamos hacia una sociedad cada vez más competitiva, y el objetivo de aquellos que quieran destacar no es otro que ser los mejores en su trabajo, en su oficio o en su actividad, fuere ésta cual fuere; y, además, si se quiere llegar a ser alguien, nada más equivocado que andarse con chiquitas. De modo que, como ha llovido mucho desde los tiempos del Tempranillo, el bien robar, y dado que es materia muy ligada a los avances tecnológicos y a las nuevas tesis político-económicas, ya no es asunto de quedarse con los clásicos. El llegar a ser un afamado ladrón hecho y derecho, dejando a un lado lo mítico del asalto al tren de Glasgow y la cutrez del Dioni, pasa por seguir la escuela de los grandes de nuestro tiempo, de los que saben moverse en las esferas del poder, de los que utilizan los altos cargos para el mangoneo sin ningún rubor, como los Conde, los De la Rosa, los Camacho, los Roldán...(y que me disculpen quienes no cito, pues sería demasiado largo).
El buen ladrón, muy lejos de arrepentirse en el momento crucial del juicio (o de la muerte, como Dimas: “acuérdate de mí, cuando recibas tu Reino”, imploró a Jesús antes de expirar), se mantiene genio y figura. El buen ladrón guarda las apariencias, se hace de respetar y obtiene la confianza de los gobernantes. El buen ladrón no devuelve nunca lo robado. El buen ladrón se abstiene del choriceo y de los hurtos de poca importancia (la justicia siempre ha sido más implacable con quien roba un pan que con quien cambia de bolsillo cien millones). El buen ladrón, cual zorra que aspira a cuidar gallinas, busca situarse al mando de los agentes orden. El buen ladrón, ajeno al concepto de honradez y al sentimiento de culpa, no puede ser nunca un ladrón bueno. El buen ladrón, cuando puede, burla la ley, tiene “mano” si cae sobre él la justicia, sabe aprovechar la posible blandura de los jueces y la benevolencia de los sistemas penitenciarios, y, con aires de señor, abandona pronto el trullo, donde permanece la chusma de delincuentes de poca monta. El buen ladrón, sin desmerecer a nadie, bien pudiera llamarse “Roldán”, que no es más que una metátesis completa y con todas sus letras de la palabra “ladrón”.
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