El otro día me llama Juan José con el fin de explicarme su plan soberanista, y ya, de entrada, para romper el hielo –como se puso tan serio al decirme: “es que yo quiero ser sólo vasco”–, le digo, muerto de risa: “¿pero tú, piltrafilla, qué estudios tienes?, ¿vas al gimnasio...?”
Luego, entrados en materia, es decir, hablando de todo un poco: que cómo está la vida, que hay que ver lo grandes que se han hecho los chiquillos, lo bien que está la señora, que no pasan años por ella, que cómo se han puesto últimamente las cosas en este puñetero país (bueno, ahí me quedó la duda, no sé si se refería a este país de verdad, a España, donde cabemos todos o no cabe ni Dios, o al país de nombre, el de las tres provincias vascas), que con el jodío euro ha subido todo menos los salarios, que no ponen nada interesante en la tele, que con el cambio de tiempo a mí me duele por aquí, que yo me sé preparar un marmitako para chuparse los dedos, que ¡madre mía! de qué manera está la juventud hoy... En fin, que nos liamos a charrar y nos dieron las diez, las once, las doce, la una y las dos. Y de vez en cuándo él no hacía más que tirarme chilindrinas: que yo no quiero ser español, que a mí España no me gusta..., y yo con paños calientes: pero si ya han quitado la mili, ¡hombre!, a ti qué más te da; tú, en cuanto dejes el cargo, te compras un chalé en Marbella o en La Manga y a vivir que son dos días, que aquí hay libertad a cargas y puedes bailar el aurresku cuanto quieras y hablar vascuence y llevar una txapela como el sombrero de un picaor, que nadie se va a meter contigo.
Pero nada, como habíamos tomado unas copas, se ve que se le subieron a la azotea y se encasquilló en su perrina independentista, y ya me tuve que poner serio y le dije entonces, ¿pero tú te das cuenta de lo que quieres hacer, Juanjo? Vas a matar la gallina ¿Tú no ves que la esencia de un partido nacionalista es la perenne reivindicación de soberanía territorial, que sus postulados son semejantes a una magnitud flujo, que si llega al final y se consiguen las aspiraciones, se pierde su condición ideológica? Pero Juan José, el muy taimado, me responde que tranquilo hombre, que todo está previsto, que por eso pide lo de “libre asociado”, para poder seguir achacando todos los males a la metrópoli central, centrista, centralista y centrípeta, y continuar con el discurso confuso, ambiguo y a veces envenenado de los aberris eguna, y luego, claro está, preparar el plan para “desasociarse”, con los consiguientes tiras y aflojas en la línea de llamar franquista a todo el que opine de forma contraria al nacionalismo puro y duro, a esa vieja guardia sabiniana con toques a la milósevic, y que luego, cuando llegara el desenlace final, ya estaríamos todos calvos, oye.
Bueno, hubo un momento en que la cosa se puso algo tirante y le dije a Juan José (reconozco que me pasé un poco): “pero vamos a ver Juanjo, ¿para qué quieres irte de España?, si aquí tienes toda la libertad que quieras, tienes tu policía, tu sistema de salud, tu enseñanza, tu red ferroviaria, tu sistema tributario, y hasta tu Iglesia, ¡coño!, el Señor me perdone. ¿Para qué leche quieres abandonar la pertenencia a este gran país (seguro que me pasé), donde se reconoce el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones, donde se tolera leyes de inversión lingüística (como la de todo Dios a hablar catalán por narices) y se goza de un envidiable sistema de libertades garantizado por la Constitución y el ordenamiento jurídico?”
Entonces él, que no se esperaba mi excesivo énfasis en la defensa de la unidad nacional, se puso un tanto lívido, se le subieron las cejas hasta tomar un ángulo imposible, que parecía un malvado del cómic, y la coronilla (¿o es una tonsura lo que lleva el genares este en la crisma?) le tomó el aspecto de una calva en toda regla. Y en ese momento lo confesó: “yo, lo que quiero, dijo Juan José con la apostura de un presidente (todo hay que decirlo), es tener mi carné de identidad vasco”.
Me disculparán, pero me eché a reír estrepitosamente, no por la cara que había puesto el pobre, sino porque me acordé en ese momento de Paquico, que cuando hizo la mili, se presentó una mañana en la enfermería y dijo que quería operarse de fimosis, entonces el capitán médico, calvo y con una mala leche que se la pisaba, le ordenó: “¡bájese los pantalones!”, le miró de soslayo ahí abajo y preguntó, “¿eso le estorba para tirar bombas de mano?”, y Paquico, en posición de firmes, con los calzoncillos en las rodillas: “no, mi capitán”. Y el médico: “ya, usted lo que quiere es joder. ¡Váyase o le mando ahora mismo al calabozo!”
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