Hubo un tiempo, el de la infancia (no la propia, que fue más áspera y, por lejana, ya desvaída tras la niebla del tiempo, sino la vuelta gozosamente a vivir como padre), en que entre los muchos libros leídos a mis hijas (con la unción, si cabe, con que Jesús leyera a los doctores), el preferido sin lugar a dudas era Platero y Yo, de Juan Ramón Jiménez. Y de todos sus capitulillos, tiernos, profundos, sencillos, plenos de alegría o trágicos, había uno –"El Vergel"– que, por hermoso, casi nos lo sabíamos ya de memoria. En él el autor cuenta cómo es por dentro un jardín de la capital, un jardín rodeado por una gran verja de hierro; y, habiendo llegado hasta allí con Platero, quiere que éste lo vea con sus propios ojos (los cuales, ¿recuerdan ustedes?, eran “duros cual dos escarabajos de cristal negro”). Pero, ¡oh sorpresa!, qué dirán que ocurre cuando ambos llegan a la puerta de El Vergel... Pues que el “hombre azul” que lo guarda dice: “Er burro no pue’entrá, zeñó”, y Juan Ramón Jiménez –en este punto me lo he imaginado siempre con su calva y su barba nazarena–, lleno de extrañeza y “mirando más allá de Platero, olvidado naturalmente de su forma animal”, responde: "¿El burro?¿Qué burro?" Pero el guarda, que continúa en sus trece: "¡Qué burro ha de zé, zeñó; qué burro ha de zeee...!" Y entonces el gran poeta de Moguer, en un sutil alegato a favor de la justicia, resuelve la situación con una de las frases más sublimes de la literatura hispana: "...como Platero no puede entrar por ser burro, yo, por ser hombre, no quiero entrar..." Y, para desagraviarlo de alguna manera, cuenta que se lo llevó al pollino “verja arriba, acariciándolo y hablándole de otra cosa”.
Sin que se molesten los hombres al compararlos con los burros y sin ánimo de que salgan mal parados los burros en comparación con algunos hombres, lo de Mohamed Jatamí, el persa, no le veo mucho fuste. Eso de hacernos pasar por el aro religioso de su chiísmo intransigente, es algo que, cuando menos, choca, no sólo con la sabia sentencia de: “al país que fueres, haz como vieres”, sino también con la actitud con que las azafatas o la “policía moral” de las líneas aéreas iraníes distribuyen, antes de tomar tierra, velos y pañuelos a las mujeres occidentales que viajen a Teherán. O sea, que si yo voy a su país, me tengo que adaptar a sus costumbres y tomar el té en no digo qué condiciones higiénicas o comer con las manos, y si usted viene al mío, también tengo que recibirle con arreglo a sus costumbres machistas, discriminatorias y retrógradas. ¡Hombre, pues no lo veo bien!
No digo que la moral social o individual que impera en occidente sea paradigma de virtud, pero estamos camino de conseguir (legalmente casi se ha conseguido) la igualdad del hombre y la mujer. Igualdad en capacidad para desempeñar cualquier trabajo o responsabilidad, igualdad para lograr objetivos de promoción personal, igualdad para acceder a los órganos o puestos de gobierno y, por tanto, de hacer carrera política; e igualdad, sobre todo, en dignidad, trato y reputación (para mí no hubo cirujano más profesional y de mejor habilidad que aquella en cuyas manos confié mi cuello un día). Y no digo que otras culturas no sean tan dignas de respetar como la propia, pero ¡hombre, por Dios!, ¡basta de relegar a la mujer a un rango inferior al del varón!, y ¡basta de hipocresías religiosas! De su peso se cae que ningún hombre va a pecar, a no ser que sea rijoso perdido, por saludar dando la mano a una mujer.
Uno comprende que hay por medio razones de estado (tampoco deben de agradar mucho los besuqueos babosos de Arafaf y sin embargo, qué le vamos a hacer), pero permanecer hierático, despreciativo y discriminatoriamente machista, ante la mujer ministro que te recibe y te da la bienvenida a España... Oiga, se lo juro: si usted no le da la mano a ella por ser mujer, yo, por ser hombre, tampoco se la quiero estrechar a usted, con todo lo que el acto (o su negación) conlleva.
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