Nadie poseía unas manos como el pillapájaros. Eran (y bien sabe Dios que los recuerdos, con el estrago del tiempo, se hunden cual icebergs en la memoria), a fuerza de ajenas a la acción noble, unas manos oscuras, como si llevaran enredada entre los dedos la sombra ominosa del pecado. El pillapájaros, que había sido espartero en su juventud, estraperlista durante el mercado negro del racionamiento en la posguerra, hilador en los tiempos del hambre y emigrante tras el negro túnel económico de la autarquía, era, ya en el declive de su edad, un poco dado al vino, algo inclinado a vivir del cuento y muy aficionado a coger pajarillos de los campos y meterlos en unas jaulicas de caña y alambre que él mismo confeccionaba.
El pillapájaros era un hombrecillo silencioso, taciturno y de mirar hosco, que, en la época buena de las avecillas, solía aparecer temprano algunos días por la Poza del Inglés a esperar, de manera alevosa, la llegada de las bandadas de jilgueros sedientos. Al principio, cuando él se bebía durante el almuerzo sólo una botellita de vino de tres cuartos, de aquellas del agua carabaña, solía capturar los animalillos con envisque, sustancia muy pegajosa que unas veces preparaba con muérdago, traído por no sabemos quién de muy lejos, y otras simplemente con resinas de algunos árboles y suelas fundidas de calzado. Entonces elegía un trozo de la reguerilla por donde discurría el agua e iba poniendo a los lados toda una serie de ramitas, palos, alambres y espartos, enviscados con aquella pegajosidad traidora que llevaba en un bote mugriento. Después, del barranco próximo cortaba un brazado de tallos de baladre, con los que cubría minuciosamente el resto de zonas de la poza hasta no dejar agua visible más que en la parte donde había colocado la trampa.
Años después, cuando el pillapájaros, que era enemigo de la libertad de las aves del cielo (y cuyo nombre omito, porque para qué), llegaba ya a consumir él solo media cuartilla de vino durante la espera, abandonó el sistema engorroso del envisque y aparecía provisto de una red, la cual camuflaba, cubriéndola con musgo, hojas de matapollo y briznas de hierbas, y, con unas cañas y unos clavos, disponía el sistema para hacerla desplegarse de un tirón sobre el pequeño abrevadero, luego extendía unos hilos hasta su escondite tras un pinato, donde aliviaba el transcurrir de las horas dándole tientos a la garrafica, del tintorro.
Por entonces la Guardia Civil caminera cruzaba los campos a caballo, y se detenía en las casas solariegas donde los números echaban un trago y un cigarro y se interesaban de si todo estaba en orden, de si habían visto por allí algún maleante, algún amigo de lo ajeno o algún gitano de los que andaban a la pillada y con los que los guardiaciviles eran entonces implacables. De modo que un día la pareja llegó hasta la Casa Grande, ataron los caballos en la anilla que había junto a la puerta, los cuales piafaban sobre las piedras vivas haciendo saltar chispas de sus herraduras, y entraron tricornio en mano y tomaron asiento, luego preguntaron si había pasado por allí un individuo de esta forma y de ésta, que se dedicaba a la caza de conejos con hurón, al que se la tenían jurada por escurridizo, o si había aparecido últimamente algún pajarero, pues ambas actividades eran ya prohibidas, y si cogían a alguno de éstos le iban a meter mano de lo lindo. La respuesta, siempre, no podía ser menos que franciscana: “por aquí no han pasado”, cruzando los brazos.
Pero el pillapájaros, que volvía de la Poza del Inglés, llevaba a la espalda un saco de arpillera con los apechusques delatores y unos cuantos pajarillos jóvenes, de los que habían aprendido a volar quince días antes si cabe, de los que estrenaban la vida y la libertad del mundo aquella primavera, de los que, inocentes, volaron a media mañana desde la majestad de los trigos hasta la hermosura de la arboleda, cayendo en la red traidora del desalmado, y a los que él, con un ademán impío, descolaba para que no acertaran a escapar; el pillapájaros, a causa de las hacinas de la mies junto a la era, no pudo advertir antes la presencia de los guardias y divisó tarde y a bocajarro el brillo de los tricornios. Entonces, con el azaro de la huyenda, se zampó en la marranera donde sesteaba el cerdo. Y aún luego de haberse marchado la benemérita, el pillapájaros, tembloroso e impregnado del hedor acre de la cochiquera, se negaba a salir y nos miraba incrédulo con los ojillos todavía vidriosos por el vino
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