Los libros forman parte del testimonio de la vida. Los libros, cual las personas, son verdaderos mundos donde caben todas las emociones. Los libros, los que uno va atesorando a través del tiempo, los leídos y releídos, o los que pasaron fugaces y de ellos quedó sólo el poso leve del saber, no son más que testigos de que el hombre existe.
Las bibliotecas personales, las que uno va haciendo a lo largo de su vida, son, a mí me lo parecen, como esos jardines en apariencia descuidados, pero que guardan una secreta armonía natural, un rastro del lento crecimiento, no del plantío literario, sino del desarrollo humano y espiritual del jardinero. De los libros que me dicen quien fui, he tomado hoy uno, breve, sencillo, algo sobado por el uso, y he entrado por la fronda de sus páginas, como por el huerto del conocimiento, hallando siempre en cualquier rincón una florecilla antes ignorada.
Este del que les hablo es ya un libro viejo que luego a luego va a hacer cien años, pero que lo tienen ustedes en las librerías. Es un librillo de Azorín, publicado por primera vez en 1904, que se llama Las Confesiones de un Pequeño Filósofo. Esta obrita (es uno de esos libros que se leen de un tirón), que en sí no es nada del otro mundo, a mí me produce el cosquilleo del recuerdo: quién me la aconsejó, dónde la adquirí, qué etapa de mi vida transcurría y cuales eran mis ilusiones, mis empeños, mis satisfacciones, mis proyectos y mis sensaciones al redescubrir en la realidad los vestigios de lo que Azorín había vivido hacía ya más de ochenta años.
Para escribir Las Confesiones de un Pequeño Filósofo, José Martínez Ruiz, escritor consumado y a punto de adoptar para siempre el seudónimo de su inmortalidad (después de ésta, publicaría siempre sus obras como “Azorín”, simplemente), se encierra en una casona solariega de las montañas alicantinas y rememora con humildad algunos aspectos de su niñez en un colegio de Escolapios de Yecla (¡madre mía!..., el frío que ha pasado este servidor en Yecla, por lo más alto de los edificios. Vaya, sin embargo, el recuerdo fiel para R.O., a la sazón Alcalde de esa ciudad, en cuya casa y en cuya mesa, por entonces, he tenido el honor de comer alguna vez). Azorín, en prueba del cariño con que escribió esta obra, en alguna edición posterior, cuando él había llegado a realizar ya su sueño juvenil: ser diputado en las Cortes Generales, se la dedica a don Antonio Maura, importante político que llegó a presidir varios gobiernos de don Alfonso XIII. Azorín, después de evocar, dulcificados por el tiempo, recuerdos infantiles de aquella Yecla de finales del siglo XVIII: estampas variopintas de la vida oscura de un pueblo resignado, de personajes adustos, de artesanos, de labradores, de los propios padres escolapios del colegio interno (aún hoy existen las Escuelas Pías, donde el niño Azorín, venido de Monóvar, su pueblo natal, pasaba los cursos interminables) y de unas personas, los yeclanos, por los que él piensa que fluye sangre de algún remoto y orgulloso pueblo asiático, a la vista de los importantes yacimientos del Cerro de los Santos y del Monte Arabí. Y, este servidor de ustedes, habiendo conocido Yecla, sus gentes, sus calles, sus fábricas, sus colegios, sus iglesias (dice Azorín que, los de fuera, llamaban entonces a Yecla “el pueblo de las campanas”, pues había hasta diez o doce iglesias, las mismas que llegaron a arder en pavesas en un solo día y una sola noche durante la locura colectiva del treinta y seis, excepto, precisamente, la capilla de los Padres Escolapios, donde Azorín niño, atribulado por el sueño, fuera llevado a orar todos los días antes del amanecer), se emociona siempre un poco leyendo las páginas sencillas y llenas de calor humano de este librito, rematado por el célebre “Epílogo de los Tres Canes”, que no es más que una original parábola o compendio de la multiplicidad de visiones del mundo que puede tener el ser humano, reflejadas en el animal más ligado a la persona: el perro.
Y de este libro sublime (léanlo si tienen un rato), que me trae a la mente tantas historias y vivencias, quiero mostrarles hoy unas líneas donde se ve la sensibilidad, la sencillez y la terneza con que Azorín lo escribió:
“... He de decirlo, aunque no he pasado por este mal: ¿sabéis lo que es maltratar a un niño? Yo quiero que huyáis de estos actos como de una tentación ominosa. Cuando hacéis con la violencia derramar las primeras lágrimas a un niño, ya habéis puesto en su espíritu la ira, la tristeza, la envidia, la venganza, la hipocresía...”
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