A lo mejor resulta ya un poco extemporáneo entretenerles con algo que sucedió hace más de quince días, pero a veces es preferible huir del apremio de la actualidad. Les iba a decir que de todos los actos y espectáculos que hemos podido disfrutar este pasado mes de agosto en el pueblo, que han sido varios y variados, sólo uno le ha llegado a poner a este servidor los vellos como escarpias. Y eso que no era la primera vez y que ya sabíamos de qué iba la cosa, pero llegado el momento a uno le sube un no sé qué por la garganta como si la sangre quisiera brotar y salirse de sus confines. Me estoy refiriendo a la representación teatral de la obra Crónica y Leyenda de una Invasión Anunciada.
Y fíjense, que los actores no son profesionales del arte dramático que dominan las técnicas para comunicar al público las emociones, sino gente de aquí, que cada cual tiene su trabajo y sus responsabilidades de lo más diverso. Pero quizá sea por eso: el hecho de ver a fulanico o a menganica, todos conocidos, encarnar a otros ciezanos de hace más de quinientos años en un momento tan crucial de nuestra historia, de la historia de Cieza, la cual ha sido tan importante como la de cualquier otro pueblo, ojo. Todo tiene la importancia que se le quiera dar (yo he conocido a personas que se han pasado años machacando que son importantes o que son los mejores en algo, hasta que el asunto, con el tiempo, cala y la gente un día empieza a decir: fulano es importante, fulano es el mejor. Quizá lo de Rodrigo Díaz de Vivar no iba, en sus comienzos, mucho más allá de un romance de ciegos, y ahí le tienen).
La obra dramática de Crónica y Leyenda de una Invasión Anunciada, es una de esas cosas que han de pasar quinientos años para que llegue alguien y las realice. No voy a entrar ahora en el análisis del texto, que se aprecia hecho con unción (hay actos que requieren alma y obras que se apoderan de un cacho del alma de su autor. No sé quién me contó una vez de un imaginero que se encomendaba a Dios para trabajar en el rostro de la Virgen, y yo me acordé entonces de Rafael, que, al decir de Juan Ramón Jiménez, pintaba la Gloria de rodillas), sino en lo emocionante de tan singular función teatral. Será por los actores que, conociéndolos, me los imagino preparando a fondo y con ilusión sus papeles y los veo supliendo la falta de profesionalidad con un mucho de corazón. Será por el lugar, cuyo marco incomparable de la Plaza Mayor pone el decorado perfecto y natural al tema popular del drama. Será por la distribución y secuencia de las escenas, que hace al espectador zambullirse sin darse cuenta en la situación histórica de aquella Cieza de finales del medievo, que quizás aún hoy, por qué no, en mucho sea la misma. Será por la parición del alcalde de la farsa en el balcón del Ayuntamiento real. Será porque, cuando “la Muda” cae de muerte ficticia a la puerta de la iglesia de entonces, yo la veo en las escaleras actuales de hoy en día, por las que sacan los Viernes Santo el Cristo a mano, por las que suben o bajan bodas y entierros, por las escaleras que arrancaron en los años hostiles de la guerra civil para poder arrimar los camiones y cargar o descargar en el templo objetos y materiales muy ajenos al culto religioso. O será porque al final, cuando desfila el elenco bajando por esas mismas e históricas escaleras y surge en último término la Muda, gloriosa ya y rediviva, portando la bandera de Cieza con su escudo y lema recién estampados en ella, como apareciera milagrosamente la imagen de la Virgen de Guadalupe en la tilma humilde del indio Juan Diego ante el Obispo de México Fray Juan de Zumárraga, a uno se le escapa entonces sin querer un lagrimón como el puño, y recuerda la imagen alegórica de la República Española con su bandera tricolor (¡qué guapa era!, de niño oyera yo algunas veces en voz baja). Pero no, reacciono enseguida, ésta de ahora, enmarcada como ninguna en la puerta de la iglesia mayor abierta de par en par, sería, en todo caso, la encarnación de otra alegoría más cercana, si existiera: la de la república de Cieza.
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