Hasta ahora, según se tienen datos, ha habido en el mundo epidemias de muchos tipos de males. Lo que no ha habido nunca es un contagio de hermosura, desde luego, pues es algo que no se pega, ni de inteligencia, ni de cualquiera de las virtudes cardinales: prudencia, justicia, fortaleza y templanza, ni mucho menos de las teologales: fe, esperanza y caridad. Sin embargo sí que hemos conocido epidemias de necedad, de superstición, de egoísmo, de hipocresía, de violencia (dos países o dos bandos entran en guerra si uno de ellos quiere, de hecho la Historia está llena de pueblos pacíficos que un día, sin saber cómo, se contagiaron de violencia), y hasta de locura cuentan que ha habido epidemias.
Hay, a propósito, un hermoso cuento de Gibran Khalil Gibran que habla de un pueblo contagiado de locura a causa de una pócima echada en el agua pública. Dice este escritor que toda la población sucumbió a la enfermedad, que enloqueció todo el mundo excepto el rey, que bebía de su aljibe privado de palacio; entonces los ciudadanos, que habían perdido la razón, empezaron a preocuparse por la salud mental de su monarca, quien fue examinado por los mejores médicos de su pueblo, los cuales diagnosticaron: el rey se ha vuelto loco. Y tras probar muchos remedios sin éxito, acertaron a darle de beber del agua pública, y al otro día, relata su autor, que hubo gran júbilo en aquel reino, pues la gente por la calle se decía: ¡albricias!, el rey ha recobrado la cordura.
Pero nunca, que se sepa, nos habían contado que pueda darse una epidemia de ceguera, como en el libro al que me quiero referir. Que de pronto alguien diga: no veo, o veo tanta luz (como le pasó a Pablo de Tarso cuando se cayó del caballo camino de Damasco y abrazó el cristianismo) que no puedo ver la realidad, y que luego lo diga otro y otro, y otro más, hasta ser los ciegos legión, y que aquellos que tengan responsabilidad hipocrática de velar por la buena visión de los demás: los oculistas, digan también: yo tampoco veo. Y que todo un pueblo se llegue a quedar ciego de remate.
En Ensayo Sobre la Ceguera, que les recomiendo leer, todo empieza en un momento de la cotidianidad de la vida: ante un semáforo en rojo. Y, con el inicio de la epidemia, comienza el pillaje y la delincuencia, pues la inclinación hacia el mal es inherente a la condición humana. La gente se queda ciega de manera inexplicable y en progresión geométrica. Las autoridades, que pronto son desbordadas por el problema, toman decisiones drásticas y desorbitadas. Pero, como en el cuento de Gibran, otra vez hay sólo una persona que no se ha contagiado, que ve, y es tan grande su responsabilidad (imagínense, un vidente en el país de los ciegos) que decide, en principio, ocultar su visión, simula que también sufre ese deslumbramiento, pues no estaban cegados de tinieblas, sino encharcados de claridad, no tenían seca la retina, sino ahíto de luz el cerebro, no naufragaban en el océano de la noche continua, sino que nadaban en un mar de albura; creían ver tanto más allá de lo que tenían que ver que estaban ciegos.Luego, cuando la epidemia arrasa con la sociedad completa y cae todo tipo de gobierno y tienen que inventar reglas nuevas de subsistencia en medio de unas indecibles condiciones precarias, el hombre empieza a regresar a una animalidad dejada atrás en la noche de los tiempos y a un punto donde habría de replantearse el concepto básico de humanidad. Mas al final, y afortunadamente al revés de como ocurre en el cuento del autor libanés, aquella persona que ve (no les voy a contar quién es para no restar emoción a su lectura), tiene la valentía de decir a los cuatro vientos la verdad simple de lo que está pasando, de lo que está viendo, y sólo la explicación de eso, de la visión verdadera y la percepción justa de las cosas, es la clave para que el pueblo entero se cure de su ceguera, salga de su tribulación, y vea de nuevo la realidad sencilla y palmaria del mundo. (Hablo del estupendo libro de José Saramago).
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