No puedo con quienes pretenden borrar de la historia aquello que no les gusta. Donde hay que trabajar es en el presente para mejorar el porvenir. La historia, que es de dónde venimos, hay que respetarla y legarla intacta a las generaciones venideras, pues conocer bien el pasado es la mejor manera de cimentar el futuro. Pero ¡hombre!, Paco (imaginándome por dónde va), ya está bien que descabalguen a Franco allí donde todavía permanezcan ecuestres y victoriosas sus estatuas. No, me dice rotundo, fue en otro tiempo cuando hubo que haberlo hecho, ahora es ya historia y la historia es imperecedera e imborrable. No ves cómo en el Imperio Romano, pueblo inteligente y práctico como pocos, se respetaba la carga histórica de todos los emperadores, por déspotas y tiranos que hubieran sido.
Paco está sentado en uno de los bancos rotos del Paseo, a la sombra frágil de una falsa pimienta. Lo veo hoy más encogido que otras veces y reflexiono para mí: en qué poco se va quedando este luchador de la vida, lástima de cerebro que se lo ha de comer la tierra un día. Cada vez son menos los testigos de aquella tragedia que partió España en dos bandos, en dos odios, en dos iras, en dos miserias, en dos venganzas, en dos derrotas y en dos tristezas.
No nos hará mejores borrar páginas de nuestra historia reciente, prosigue Paco, golpeando con su bastón las losas del suelo, plagadas por las manchas de miles de chicles tirados sin miramiento ni educación a lo largo de años. Y no es por el derribo o arrinconamiento de algún que otro símbolo de la última dictadura, que sale en los telediarios como un triunfo del sentido común democrático. Es porque la juventud llegará a no creer a Jaime Gil de Biedma (“De todas las historias de la Historia/ la más triste es sin duda la de España...”), ni saber hasta qué punto hubo una humillación sistemática y un perseguimiento moral y una exaltación omnipresente del triunfo y un trágala impuesto sin compasión y una represión de hierro prolongada durante décadas... Pero afortunadamente eso es agua pasada, Paco, le corto con prudencia, y no tiene sentido mantener en sus pedestales cruces de caídos, ni joseantonios presentes grabados en la piedra de las catedrales e iglesias mayores de los pueblos, ni estatuas del general en traje de campaña oteando los campos de un país siempre vencido, ni placas conmemorativas donde se proclamen victorias y se citen, como gloriosos, hechos nefandos, ni últimos partes de guerra obligados a ser memorizados como si fueran adagios sublimes.
No sé qué cavila Paco mientras le hablo, ni sé si ha escuchado, con el ruido estridente de las muchas motos que circulan sin ley por el pueblo, mis últimas palabras, pero se pone en pie lentamente y camina. Tú eres muy joven (él lo ve así), me dice, pero lo mismo que en el techo del Congreso de los Diputados deben mantenerse sin reparar los agujeros de las balas, como testigos mudos y vergonzantes de aquella acción infausta de unos cuantos guardiaciviles, tampoco deberían ser quitados ni borrados los vestigios de cualquier tipo que recuerden, hasta que el tiempo los consuma, un periodo gris de nuestra historia. Y para que las generaciones venideras comprendan las dimensiones sociales de esta etapa, no bastan los libros de texto ni el texto de los libros (recuerdo, al hilo de lo que pretende explicarme Paco, que sólo comprendí las dimensiones de la conquista de Granada por los Reyes Católicos, cuando vi, burdamente pintados en rojo sobre las bellas arquerías de la Alhambra, los yugos y las flechas castellanos), ni las batallitas de los abuelos, que nunca son tomadas con el verdadero rigor. Es preciso, por tanto, no haber quitado, entre otras cosas, la placa del pasadizo del Muro, a lo mejor porque rezaba: “... 1939, año de la victoria.” Pues eso es precisamente la clave para comprender que no hubo una paz negociada entre mandatarios, no hubo un armisticio firmado entre generales, no hubo un acuerdo entre políticos, no hubo una rendición honrosa, una entrega de poderes sin ignominia, un perdón, una amnistía, un punto final. No, en ese año que señalaba la placa del pasadizo del Rincón del Muro sólo hubo humillación, aplastamiento, derrota y aniquilación para unos y victoria sin límites para otros.
Luego le dejo ir, renqueando, Paseo arriba con sus ideas paradójicas. A Paco se lo llevaron con diecisiete años a pegar tiros al frente de Castellón y cuando el sálvese quien pueda de la debacle republicana, le pillaron dos compañías de moros, los cuales no hacían nunca prisioneros, que venían limpiando el terreno al grueso de las tropas rebeldes, y de un bombazo le dejaron inútil para toda su vida, y cuando, años después, se presentó en Auxilio Social a reclamar una ayuda para sus hijos, le dijeron (aún algunos de aquellos andan por ahí, acartonados): ¡largo!, ¿no sabe que hasta la vida y hacienda de los vencidos es patrimonio de los vencedores?
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