Si les digo la verdad, llevo algunos días pensando en la mentira. Y no es sino porque Paco, mi amigo, que ahora con la calor hace más cortos los paseos y más largos los descansos, me lo veo la otra mañana sentado en los sillares del Puente de Hierro, a la sombra del eucalipto, y sin saber cómo, nuestra conversación deriva en torno a esta práctica tan humana de hablar, de sentir, de hacer, de relacionarnos, de exponer, de convencer, de aparentar, de prometer o de vivir: el vicio nuestro, a veces inconsciente, a veces deliberado, de mentir.
Es inherente a nuestra condición de seres humanos el utilizar la mentira, me dice. Pero como todo lo malo y lo bueno, la mentira está sujeta a mil condicionantes de la vida y se puede clasificar en docenas de formas distintas según la “utilidad” o el fin pretendido por el mentiroso. No sé si hay mentira original (duda Paco), pero desde antes de tener uso de razón ya nos mienten sin parar. Abunda en la primera infancia la mentira feliz: la de los Reyes Magos, la mentira confusa: la de los cuentos para mentes tiernas, la mentira esperanzadora: si obedeces obtendrás un imposible, y la mentira ocultadora de actos o situaciones que revisten pudor, entre éstas se perdió, pues no se tenía en pie, la más grande de todas: la de la cigüeña, cuando los neonatos, sólo para los muy niños, no nacían de madre, sino que eran traídos vagamente de no se explicaba qué remota región pelárgica. También estaba, se extiende (conozco a Paco y cuando coge un tema es capaz de elaborar un tratado), la mentira moral, con la que se implantaba y se sostenía un sistema social. En la mentira moral se implicaban todas las instituciones, desde la familia hasta el Estado, pasando por los centros de enseñanza, por las organizaciones de adoctrinamiento juvenil y por los orientadores religiosos. La mentira moral lo abarcaba casi todo: desde la demonización de importantes personajes históricos, que sólo se reseñaban de pasada en los libros de texto como si mentara a Satanás, hasta la justificación como bueno de lo execrable en aras de un orden y de unos conceptos que sustentaban otra más compleja y mayor mentira, derrumbada a cachos tras los cambios sísmicos de los tiempos.
Tañe la campana de la iglesia, da las doce campanadas de las doce y Paco, junto a este que les escribe, bajo el eucalipto, mira unos instantes cómo entran y salen los vencejos de azabache de las hendijas de las piedras centenarias del muro, donde poseen sus nidos.
La mentirijilla (retoma el asunto, con la mirada puesta en el vuelo glorioso de los aviones), excusable a todas luces, la mentira piadosa, tan necesaria a veces para evitar el sufrimiento de los espíritus débiles, la ocultación de la verdad en los diagnósticos médicos fatales (“¿qué tengo, mujer, qué tengo?, y ella, que se le salía el alma en los suspiros mientras le ponía, de rodillas, los calcetines, pues él estaba ya tan escaso de fuerzas que no tenía ni ansias para agacharse, rompió en un llanto sordo y sin consuelo, se abrazó a él como no lo había hecho en su vida, y después de tantos meses de ocultación y de falsas sonrisas y de vanas esperanzas y de ya verás cuando te pongas bien, y de lágrimas tragadas, pronunció entonces, hiriéndole el pecho como una bola de espinas, la maldita, la fatídica, la odiosa, palabra cáncer”), y la mentira del amor para siempre, tan necesaria para aferrarse a algo en la vida, y la mentira de los sueños, sin la cual no podríamos superar la falacia diaria del espejo. Luego hay otras mentiras con las que el hombre revela las miserias del alma: la calumniosa, la envidiosa, la mentira soberbia, la traidora, la mentira de mala fe, la de la falsedad y la doblez, la del desprecio, la mentira cínica, con la que las malas gentes del norte alimentan la hoguera de la violencia, o la mentira podrida.
En este momento, un servidor, apunta que la mentira perjudica más a quien la dice que a quien la sufre, pero Paco: que también hay la mentira política, la mitinera, cuya legitimidad hemos aceptado en nuestro tiempo, y oímos con alegría los embustes prometedores sabiendo que no son verdad, y cuatro años después, algunos, que son poco originales, repiten las mismas falsas promesas y, como si fuera la primera vez, les concedemos la credibilidad escéptica del déjalos que sólo son políticos y tienen que hacerlo así pues piensan que no tenemos memoria, y la mentira intoxicadora y mete-miedo del cuidado que si ganan y gobiernan los otros vendrá el coco y se llevará a los nenes que duerman poco. Y la mentira oficial: el pueblo debe saber sólo lo que se le diga, aunque no son los tiempos de Orwell, claro, y la gente sabe ya más que Lepe. Y está, sobre todo (Paco ahora se pone en pie y me apunta, serio, con el extremo de su bastón), para los no creyentes o para los creyentes anticlericales, la Mentira antigua de los curas.
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