En estas fechas, cuando aprieta la calor de verdad y hasta en casa pide ya el cuerpo ducharse con agua fría, es cuando se puede disfrutar del buen baño. Y de las cosas que hoy por hoy funcionan bien en Cieza (como en todos los lugares, en toda época, y bajo todos los gobiernos, hay quienes hacen bien sus deberes y quienes se echan a la bartola, no le demos vueltas), las piscinas municipales, al menos de cara al público, son una de ellas. Fuera de incidentes puntuales originados por personas que carecen de educación cívica o que no han superado el tránsito de sociedades más atrasadas a la nuestra y fuera de los momentos en que se produce cierta masificación (normal en un pueblo tan grande ya como el nuestro), el recinto ajardinado de las piscinas municipales es un lugar donde da gusto estar por la mucha sombra del arbolado, por la alfombra de césped y por la limpieza del agua y el buen cuidado de la zona de baño.
De las piscinas municipales, como de otras cosas, hay asiduos. Uno no hace más que llegar y, enseguida, ve a fulanico con su mujer, su hija y su vecina, y a menganica con su hermana, su amiga y el marido de su amiga. Y están con sus toallas o sus sillones en los mismos lugares, bajo los mismos árboles, como si los doce meses que van de un verano a otro no hubieran pasado, como si uno fuera encajando el presente sobre el recuerdo haciéndolos coincidir. Sólo hay una cosa que delata el paso del tiempo: la ausencia. Pero las ausencias pueden ser felices: el abuelo que estuvo tres veranos seguidos yendo con su nieto a la piscina (primero, el crío, llevaba flotador, luego brazaletes y después nada), al cuarto no estaba porque el niño dejó de necesitarle. El padre que durante años (¿ocho, diez?, no sé) acompañó a sus hijas pequeñas todos los veranos y se situaban siempre junto al tronco del mismo árbol, y las fue enseñando a nadar poco a poco y una por una, vigilándolas muy de cerca mientras aprendían a mantenerse, luego a desplazarse, luego a tirarse, luego a sumergirse, hasta que se valieron por sí solas y empezaron a ir ya con amigas y abandonaron aquel árbol, pues ya no tenían objeto los cuidados ni la compañía paternos, y, a lo mejor, otros padres quizá vengan y se pongan junto al mismo árbol para continuar con los ciclos de la vida. Las ausencias también pueden ser definitivas: ¿dónde estará aquella señora que ponía ahí mismo su silla de tela, que nadaba muy despacio a primera hora, que luego se echaba una partidita con dos amigas y que, a las dos de la tarde, se marchaba con su bolsa al hombro y su silla plegada? No hay respuesta. Sin embargo, también se manifiesta el transcurrir de la vida y la rueda de las estaciones en las presencias nuevas: justo en aquel rincón, bajo la sombra densa de un pino, una pareja inventaban la existencia dual otros veranos, y ahora traen dos niños que experimentan por primera vez el gozo de pisar la hierba con los pies desnudos.
En las piscinas municipales de Cieza, donde un equipo de personas que sabe y quiere hacer bien su trabajo se preocupa de que todo funcione durante el período veraniego, hay algo que pertenece a la vida del pueblo y que forma parte de él. Uno no sabe si son los árboles que crecieron al mismo tiempo que nosotros, a la misma vez que nuestros hijos, y que quizá lo sigan haciendo con nuestros nietos, o son la suma de recuerdos felices que se apilan en nuestra memoria como los lingotes de un tesoro. Uno no sabe si es ese acto de “bautismo” común o “comunión” bautismal por el que nos hemos relacionado con el agua al cuello en tantos momentos o es el lugar mismo, húmedo, verde y frondoso, que nos transporta a la raíz del subconsciente personal. Pues no es polvo el hombre, créanme, sino agua y en agua se convertirá.
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