Cuando es tiempo de exámenes y de albaricoques, todo parece adoptar un ritmo nuevo en Cieza. Al amanecer, mientras una locura de aviones agujerea el cielo de sobre los tejados con sus vuelos acrobáticos, grupos multinacionales y multiétnicos de personas se reúnen para salir a trabajar en los campos. En los ricos y fértiles campos ciezanos, donde cien millones de kilos de fruta cuelgan de las ramas de los árboles.
Como es tiempo de exámenes y de albaricoques, y al sol no le cuesta ya descubrir el pueblo desde los Albares con prontitud solsticial, abundan los madrugadores andarines que vienen o van por los caminos del río, por las sendas de la Atalaya o, simplemente, miden a paso vivo el perímetro del pueblo.
Y, porque es tiempo de exámenes y de albaricoques, los maestros suspenden o cortan las clases de los colegios y fijan fecha y hora para las pruebas finales de cada asignatura; y los alumnos, que rompen los horarios, que encuentran las aulas con una luz distinta y que empiezan a notar una fuerza desconocida y atrayente en la semisonrisa de un compañero del otro sexo hasta ahora inadvertido, comparten en grupos el nerviosismo, la frustración o la euforia de unos resultados numéricos que significan nueve meses de curso.
Por tanto, quién, siendo tiempo de exámenes y de albaricoques, no barrunta ya la llegada inminente del verano. Quién no descubre en la fruta de los campos, cuando pinta madura ya, aunque hace nada era sólo flores a merced de una helada traidora, la rapidez del paso del tiempo. Quién no ha sentido el gozo de ver llegar, año tras año, las golondrinas. Y quién no ha comprobado con asombro cómo los adolescentes, ayer mismo niños, pasan como una exhalación por las edades de crecimiento.
Para quienes han vivido, posiblemente, nada sea tan corto como la primavera, nada tan veloz como el vuelo de los vencejos, nada tan efímero como la juventud y nada tan nuevo como el amor. Para quienes recuerden, quizá puedan hoy desenlazar del tejido de su memoria un tiempo de madrugadas largas sobre libros, un tiempo de café, compañeros y apuntes, de chuletas y minúsculas radios a media voz (se escuchaba la emisión parisina en lengua española, en la cual ponían siempre, a petición de unos oyentes heridos de añoranza y como si fuera el himno más maravilloso del mundo, la Internacional), y de noctámbulo silencio por las calles, donde después de las doce de la noche no había nada abierto ningún día de la semana.
Quien suscribe, como muchos otros por estas fechas, se apuntaba para trabajar, bien en la recogida de la fruta, perigallo al hombro por los bancales, bien en las fábricas conserveras, de las que había entonces varias en Cieza y que absorbían a miles de personas durante la campaña. Primero fue en la de la Estación, donde ahora sólo queda, en mitad de un solarón desangelado, alta, enhiesta y desafiante contra el paso del tiempo, contra la desidia y contra la ley universal de la materia que establece que todo orden tiende al caos, milagrosamente escapada de los constructores, su chimenea.
Cuando en el recuerdo era también tiempo de exámenes y de albaricoques, y venía la calor, entraba ese gusto nuevo por abandonar la rutina y descubrir sensaciones nuevas, como los baños en el río: el Arenal, las Estacas, el Álamo, la Presa, la Zarza, el Diente de Migalo... (bajaba tan limpia entonces el agua que se podía beber mientras se nadaba). Pero el devenir es implacable y todo lo cambia y lo trastoca. No obstante, aun cuando han caído las chimeneas de las fábricas, el ocio es un cíber o una borrachera a deshoras, el río es algo ajeno y desaconsejado para el baño, y el melocotón ha de recolectarse en su mayoría a manos de sudamericanos y norteafricanos, aun así, tan fijos como el giro de los planetas son la hermosura de contemplar las golondrinas de azabache trazando sus vuelos rasantes y sus picados ciegos, el nacimiento del amor y, tras una larga noche de estudio, oír amanecer.
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