El otro día, yendo por el Puente de Alambre, me encuentro con mi amigo Paco, que, filósofo más que otra cosa, hace vida contemplativa de unos años a esta parte. Y como este Paco tiene de vez en cuándo las ideas estrafalarias de los sabios y, además, le gusta hablar a las claras, andandico, andandico, hacia el Argaz, va y me suelta un rollazo sobre política que me pone la cabeza como un bombo. Yo no tengo ideología, me dice, yo tengo ideas; ideales, si me apuras, pero no ideología. Las ideologías, asegura éste, no son más que una perversión de la libertad de pensamiento. Yo, la política, continúa Paco al compás de su andar cansino, la relego al ámbito de las tripas, nunca al calor del corazón. Con ningún líder ni con ninguna formación política pan y cebolla, remata.
Más abajo, al otro lado del río, un grupo de norteafricanos, que establece sus precariedades junto a un coche viejarrón, se ve bullir por entre las cañas. Esto sí que no es de ley, le digo, cuánta pobreza y cuánta injusticia habrá en sus países de origen para preferir ellos esta miseria y esta marginación. Y entonces Paco me sale con su Teoría de la Ósmosis sobre los flujos migratorios entre las regiones y los países.
Los grupos de población con su nivel de bienestar social, me calienta la oreja, son similares a disoluciones con su grado de concentración. Se sabe en términos químicos, dice Paco, que dos soluciones separadas por una membrana semipermeable, tienden a equilibrar su nivel de concentración, pasando fluido de la menos concentrada a la más concentrada (de ahí que no es lo mismo, me explica, el que a una persona le entre agua salada en los pulmones o agua dulce, pues esta última, menos concentrada, tiende a pasar al torrente sanguíneo). Del mismo modo, arguye mi amigo, obviando otros factores de corrección, como son la lengua, la religión o la idiosincrasia, de regiones o países social o políticamente precarios se establecen corrientes migratorias hacia otros que mantienen un nivel de bienestar superior; pudiendo, incluso, crearse fórmulas para la cuantificación de la presión migratoria de un país sobre otro, lo mismo que para la presión osmótica. Hasta ahí vale (pienso yo), mas él, arreciando en su perorata no se priva de dar la solución del problema, y entonces es cuando me echa el cedazo.
No es de los que piensan –y eso que Paco emigró a Suiza en otro tiempo, pasándolas canutas– que hay que solucionar in situ los problemas político-socio-económicos de los países “donantes” de población para que las personas no tengan que desarraigarse y sentirse pobres lejos de su hogar y sus familias, ni tampoco es de los partidarios de “impermeabilizar” las fronteras de los países ricos del “European Union Club” y sólo dejar pasar la mano de obra necesaria para mantener nuestro bienestar, ni siquiera comete Paco la temeridad de algunos cantamañanas diciendo que, en aras de los derechos individuales de las personas, pueden venir a comer del pastel todos los pobres del mundo. No. Mi amigo va y dice: Hay que dejar obrar la naturaleza, las fronteras han de tener aquella “porosidad” antigua de los tiempos de Marco Polo. Hemos de concienciarnos para un equilibrio futuro entre países, que ha de ser a la baja, por ley natural. Pues no podemos mantener nuestra riqueza a base de la pobreza de otros. La opulencia de los joyeros que venden diamantes en Nueva York, por poner un ejemplo, me dice parándose en el camino, se debe a la pobreza de los negros del Congo o de Sudáfrica, que, mal pagados, excavan penosamente las minas para extraerlos. De modo que, por “ósmosis social”, cuando hayan llegado tantas personas y de lugares tan míseros, que aumenten aquí los casos de malaria o de tuberculosis a niveles parecidos a los de África, que crezca la delincuencia y la inseguridad ciudadana hasta cotas semejantes a las de América, que descienda la cobertura del sistema de la Seguridad Social y los salarios hasta parecerse a los de los países del Este, que baje la renta per cápita a niveles chinos, y que por la calle, en las tiendas y en los supermercados se huela, más o menos, como se huele en Marrakech, entonces ya no habrá pateras por llegar a toda costa, ni mafias que trafiquen con seres humanos, ni personas que arriesguen su vida por alcanzar ningún paraíso.
Como es natural disiento, pero Paco es mi amigo y no estoy por contradecirle, así que pico el paso y le voy dejando atrás, hasta que ya, con el rumor del río, apenas le oigo.
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