Hay una cosa que al abajo firmante le llama mucho la atención, y es el hecho de cómo pasan inadvertidas las personas del pueblo llano que han conformado la pequeña historia, más o menos reciente, de Cieza. Porque, claro, en cuanto alguien ha sido algo (general, embajador, pintor, escultor, cantante, torero, literato, médico bueno, etc. Alcalde, si me apuran), quieras que no, siempre es susceptible de que le reconozcan, le recuerden e, incluso, le homenajeen llegado el caso. Pero no, yo a lo que voy es a esas personas sencillas (y sé que todas las vidas encierran una biografía interesante, y muchas una novela, ojo) que han participado de una manera directa en lo que Cieza ha sido y en lo que ha venido a ser, y que del desempeño de sus esfuerzos y responsabilidades se ha derivado un beneficio común para los ciezanos.
Dicen (y esto es sólo para que se me entienda a dónde quiero ir a parar) que en la Grecia de Pericles paseaban un día dos sabios por el monte que luego llegó a ser la Acrópolis de Atenas, y uno de ellos, viendo a un hombre atareado con un martillo y un buril, comentó al otro: “¡mira, un pobre picando piedra!” Entonces, el aludido, respondió: “yo, señores, soy un ateniense que está construyendo el Partenón.”
Les diré. ¿Conocen a la última telefonista que hubo en el pueblo? Porque muchos ignoran ya que antes los números de teléfono tenían tres cifras. ¿Se imaginan? Todos los teléfonos de Cieza no eran sino meras extensiones de una central o “centralita”, que estaba ahí, enfrente de la Horchatería Valenciana, donde luego hubo una sala de exposiciones y ahora un solar tapiado. De modo que para llamar fuera (poner una conferencia, se decía) era indispensable hablar con la telefonista, quien con un rudimento de clavijas pasaba las llamadas a los usuarios. Esta mujer (yo me honro de poseer hoy su amistad) que ocupó un puesto único en el pueblo, que medió, en cumplimiento de su trabajo y bajo secreto profesional, en tantas y tantas comunicaciones (de amistad, de amor, de comercio, de felicidad, de pésame, de proyectos, de órdenes, de prosperidad, de ruina, de lealtad, de traición, de vida o muerte, de sobresalto o de matar el rato), en un tiempo no lejano realizó una labor importante y necesaria para este pueblo.
¿Saben que hasta hace poco hemos tenido entre nosotros al último portero del Borrás, el teatro que nunca debieron hundir? El hombre ya estaba muy anciano y, sólo durante el buen tiempo, se le podía ver sentado en una sillita de anea a la puerta de su casa. Al portero del Borrás (disculpen mi pudor para citar nombres), le conocí de leñador –fue de los últimos leñadores que subían a la montaña, que cortaban ramas secas o pinos tocados de amarillor, que rajeaban troncos, que componían pesados haces y que los transportaban a la espalda durante kilómetros por sendas de mulas–, y, en el recuerdo noble, le traigo siempre a la memoria hablando con los animales, con los cuales se amigaba como yo no he conocido a nadie jamás.
¿Y la última guardabarreras que hubo en Cieza, en el paso a nivel del ferrocarril que cortaba la nacional hacia Madrid? Ahora los pasos a nivel que quedan, en carreteras secundarias, son automáticos: las barreras se echan solas ante la inminente llegada del tren. Pero antes no. Antes era el/ la guardabarreras quien detenía el tráfico a tiempo y ponía las cadenas o barreras (en el treinta y siete, en el mare mágnum de la guerra, dicen que una noche, a punta de pistola obligaron a un pobre guardabarreras a dejar pasar un camión cargado de bombas, que iba hacia el frente, pero la fatalidad quiso que el tren correo Cartagena-Madrid se echase encima, colisionaran, explotaran y fueran a parar a la Rambla de Judío en la mayor tragedia ferroviaria que ha ocurrido nunca en Cieza). La última guardabarreras de Cieza (va por ella), cuentan que en los tiempos más duros del franquismo (y fueron duros hasta el final) era la única mujer del pueblo que salía todos los días a la calle izando una bandera roja en la mano y no le pasaba nada.
¿Saben quienes eran los guardalíneas? Estos hombres tenían que recorrer diariamente, por montes y barrancos, la longitud en kilómetros de los tendidos eléctricos, entonces de endebles postes de madera, que traían la “luz” a Cieza, como a otros pueblos. Por su dedicación meritoria, por su esfuerzo, por su abnegación en épocas tan adversas y por su espíritu de lucha en años de economía de subsistencia, entre otros, tengo presentes (porque les conocí de cerca, porque mantuvieron el oficio hasta el fin de su vida profesional y porque ya no están en este mundo) el de Los Losares y el del Madroñal.
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