De las cosas bellas que tiene la primavera, no hay nada como el anidamiento de los pájaros. Antes (les hablo de cuando había en Cieza una población rural de hecho considerable) buscar nidos era una de las experiencias más gratificantes que podíamos hacer los zagales. Les puedo asegurar que pocas cosas producen esa emoción primigenia que te acompaña luego para siempre. Y pocas cosas deleitan tanto como la aventura de hallar, en el agujero de un tronco, en el recoveco de una peña, en el espesor de la maleza o en la copa de un árbol, un nido de pajaricos. Bien es verdad que todos no llevábamos la misma intención. La moral social ha cambiado mucho: lo que estaba bien antes se detesta o se prohíbe ahora, y lo que hoy día se acepta por normalidad era repudiable en otro tiempo. Con esto quiero decir que no todos íbamos con la mera intención de extasiarnos ante tales maravillas de la naturaleza, pues era otra época y se permitían otras cosas, es más: se incentivaban. Los adultos tenían refranes que venían de antiguo (“ave que vuela, a la cazuela”, decían de forma rotunda), no sé si me explico; y hasta la propia administración “premiaba” el exterminio de especies (rapaces sobre todo, entre otro tipo de animales considerados alimañas) que afortunadamente están protegidas hoy día.
En esta actividad lúdico-exploratoria, cuyo gozo poseía quizá reminiscencias de un mundo ancestral, de cuando el hombre era cazador por toda subsistencia, los niños desarrollábamos el sentido de la territorialidad y de la pertenencia; había rivalidades para hacer valer la propiedad de los hallazgos ornitológicos, y había también (tengan en cuenta el profundo conocimiento del medio, pues los críos estábamos escolarizados en los campos, donde los maestros rurales podían explicar la fotosíntesis a través del cristal de la ventana) una clasificación atendiendo a la especie, al volumen o a la rareza de los propios pájaros. No era lo mismo decubrir un hermoso nido de alcaudones que el de unos vulgares alzacolas. Ni tenía la misma importancia poseer el secreto de la ubicación de un tosco nido de mochuelos que el de uno de picos carpinteros.
Había aves, por el contrario, que gozaban de protección natural: la abubilla por su fetidez, las carroñeras por el regomello a catar su carne, las rapaces nocturnas por lo misterioso de sus ojos, las pajaricas de las nieves por acompañar al hombre junto al surco o las golondrinas porque decían que le quitaron a Cristo las espinas de la corona cuando estaba en la Cruz, y las cuales conservaban sus nidos de barro y salibilla en los camaranchones de las casas de un año para otro. Sin embargo, había pájaros, como el tordo, el mirlo o el gorrión, a los que el hombre se la tenía jurada y toda guerra contra ellos era poca.
Los nidos (y más para quienes guardaban intenciones aviesas) había que vigilarlos diariamente comprobando su evolución; desde la eclosión de los huevos y el nacimiento de los pajaricos, pasando por la fase en que sus bocas orladas de amarillo son casi más grandes que el propio cuerpecito pelado, hasta en los días en que éstos se visten de plumaje y empiezan a tener pinta de volanderos indefensos, precisaban un apasionante seguimiento. Luego sólo quedaba verlos echar a volar con la emoción y la torpeza de todos los actos primeros, tomarlos para enjaular, utilizarlos de mascota o (ahora se ve con mayor ruindad) matarlos como si no hubiera habido otra cosa que comer en el mundo.Desde mi maestra rural a mis profesores de instituto o de universidad, ninguno hay que no merezca mi gratitud y mi buen recuerdo hacia él, pero había uno (el de dibujo, no digo más) que era un hombre como pocos (es), y acreedor de la admiración de cientos de sus alumnos que hemos sido. Un día, en mitad de un examen, en medio de un silencio sepulcral, se oyó un piar fuerte como jamás se ha oído dentro de un aula. El profesor de dibujo, asombrado, sólo se le ocurrió pensar en la broma a destiempo de alguien. Entonces quien les habla, sacó de una caja de zapatos un precioso pico carpintero joven, el cual todavía guardaba la esperanza (¡qué lástima!) de encontrarse con sus padres en un paraíso de arboledas perdidas.
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