Aún no se había muerto Franco. Y el nudo gordiano de lo atado y bien atado del régimen, aunque ya daba la impresión de estar holguero para algunas cosas, para otras se hallaba todavía asfixiantemente prieto. Es seguro que había por entonces acontecimientos más dolorosos y sangrantes socialmente, pero la juventud pueblerina que había nacido bajo la pax empezó a tener nociones de la libertad allí cuando y donde ésta brillaba por su ausencia. Había películas prohibidas o mutiladas por la censura, canciones prohibidas, libros prohibidos, escritores y cantautores prohibidos a los que no se podía leer ni escuchar, y personajes de la historia reciente de España que era peligroso mencionar y que, vivos o muertos, permanecía su memoria arrumbada en el limbo de las tinieblas. Por eso, en aquellos tiempos del COU, nos pasábamos de mano en mano y en secreto las cintas de cassette regrabadas con el “Je t’ aime moi non plus” y las composiciones prohibidas del último disco de Aguaviva; y por eso también, un compañero, con quien nos solíamos juntar a veces para oír en su tocadiscos Bettor Dual las canciones de Paco Ibáñez en el Olimpia de París, me consiguió, de matute, la Antología Rota (que aún conservo), de León Felipe, poeta proscrito del éxodo y del llanto, que formó parte de la diáspora republicana y que murió aventando versos con las ansias quebradas por volver.
Con todo, de Miguel Hernández, cuyo sexagésimo cumpleaños de su muerte está en el candelero de las celebraciones literarias estos días, no tuve gran problema para encontrar en el Rastro de Madrid un librillo donde cabía gran parte de su obra (bien es verdad que exento de los poemas más “fuertes”, del todo comprometidos con las clases humilladas).
De Miguel Hernández, por aquel tiempo en que todavía estaba todo en su sitio (con Franco nadie pudo: se murió cuando él quiso), se hablaba ya en las sacristías y en círculos estudiantiles de confianza. Y sobre la vida de Miguel Hernández, el oriolano al que le nacían los versos en la voz como nacen las flores en el campo, por entonces, un grupo de amigos estudiantes de aquí de Cieza, montaron una pequeña obra de teatro. El libro, un puñado de folios mecanografiados a deshoras largas de la madrugada (no voy a decir el nombre de su autor, ni el de nadie; no es por nada, sino libre decisión), fue enviado al correspondiente organismo, que censuró con su sello implacable párrafos y páginas a su antojo. No obstante, nadie se arredró y continuaron con los ensayos para representar, aunque fueran los despojos que había dejado la censura.
Pero aún quedaba un último trámite del férreo control sobre los actos culturales o asociativos en la vida de los pueblos: el visto bueno de uno de los jefes políticos locales. La reunión fue en su casa (era un hombre cordial. Es), y no soltó prenda: la censura había pasado por alto que en un momento del drama se recitaba el poema llamado Canción del Esposo Soldado, y, en uno de sus cuartetos, construyendo una hermosísima metáfora, Miguel Hernández dice a la esposa: Nacerá nuestro hijo con el puño cerrado,... Y eso, según aquél (hoy, sin embargo, más demócrata que nadie, y hasta de izquierdas, dice, por si fuera poco), entonces no se podía tolerar. ¿Cómo iba a nacer un hijo en España con el puño cerrado? Eso nunca, ¡por Dios!.. Al final, la obra no se representó, porque ya para qué.
Sin embargo, la voz de Miguel Hernández, poeta del pueblo de aquella República perdida, que recitaba en las trincheras como “un ruiseñor de las batallas”, volvió convertida en eco noble y en bandera de libertad sobre la juventud de los primeros setenta, quién preparaba el camino para lo imparable, cuando la naturaleza obrara.
Sobre Miguel Hernández y su biografía, el abajo firmante fue invitado hace pocos años a un pueblo vecino para dar una charla-coloquio. Y, en desquite (a destiempo, es cierto), quiso recitar completo aquel hermoso poema que la cutrez mental un día prohibió, porque los hijos, sobre todo, pueden nacer como quieran, que siempre serán bienvenidos.
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