¿Han visto ustedes cómo están los campos? ¿Han salido últimamente al monte? Pues vayan y verán qué hermosura. La cosa es que como ha llovido tanto este invierno y el campo es muy agradecido, la primavera ha explotado en flores y en una lujuria de verdor impresionantes. No tienen más que salir a la Atalaya y adentrarse por las pinadas de su umbría, alfombrada de musgo y pastizales verdes, o recorrer la parte de la solana, donde abundan las plantas aromáticas, como el tomillo, el romero, la ruda, el árnica y la ajedrea; y ya, casi trepando a los riscos que coronan la cima (no me estoy refiriendo al Pico, donde un servidor tantas veces se ha visto obligado a subir), si son más atrevidos, encontrarán la sabina, que al aplastar con los dedos sus hojas desprende un carasterístico olor montuno. Pero si desean columbrar horizontes más amplios, lo tienen muy cómodo: suban a la zona del parque eólico de la Sierra de Ascoy; allí el paisaje, ahora verdegueante, cuajado de florecillas menudas y lirios silvestres, es de una extremada nobleza: se contempla todo el valle, con la cinta del Río Segura curveando entre los bancales de la huerta, y el pueblo, abajo, que se propaga por sus bordes, plagados de grúas de construcción. Una curiosidad: arriba, a mitad de camino de los aerogeneradores, verán una finquilla paupérrima de sorprendentes olivos y almendros; si se detienen podrán apreciar los vestigios de la Cantera de los Frailes, de donde dicen que extrajeron las piedras para construir el Puente de los Nueve Ojos.
Algo más alejado, aunque merece la pena visitarlo por estas fechas, está el Almorchón, enhiesto y rocoso, cuyas faldas, extensamente floridas, se pueden recorrer a través de los caminos que lo rodean. Luego, más agrestes si cabe, la Sierra del Oro (pinares, chaparrales, jaras, enebros y lentiscos) y la Sierra de Ricote, por cuya pista forestal de esta última se puede llegar hasta la cima: el Pico de los Almeces, donde crece la madroñera y desde dónde se domina (llévense unos buenos prismáticos), en días diáfanos, un vasto panorama de pueblos, campos y montañas. Y no olviden que en el monte no hay que dejar nada y de él sólo pueden llevarse fotos, no enciendan ni siquiera la radio: la mejor música destruye la paz de las montañas y contamina el trino de los pájaros.
Pero hay otra primavera en Cieza más fértil, fructífera y próspera que la que se descubre en la mera contemplación de la naturaleza salvaje de nuestro entorno: es la que se vive en los campos y huertas de los regadíos ciezanos. Cuánta riqueza brotando de las ramas de los inmensos melocotonares o de cualesquiera otros cultivos. Qué extensiones de arboleda donde hace unos años sólo había pelados secanales o lomazos improductivos. Qué pulular de gente trabajando en las diversas tareas agrícolas. A punto de empezar la recolección de la nectarina (ese cruce entre melocotón y ciruela) y todavía clareando (curiosa acepción localista del verbo “clarear”, cuyo significado desconocen por ahí) las variedades tardías, como la sudanell, miles de personas de diferentes razas y nacionalidades participan con su trabajo en la mayor producción de melocotón de la Unión Europea.
De manera que la llegada del buen tiempo, no sólo nos trae las golondrinas, sino un aumento de la población inmigrante que, ávida del legítimo progreso personal, viene a ocupar puestos de trabajo en la agricultura que muchos de aquí rehusan. Hombres y mujeres que arrastran modos de vida, idiosincrasia y religión diferentes a los nuestros. Personas que, procedentes de mundos indigentes, hemos de evitar que caigan en la semimarginación.
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